Dylan tocó en Zaragoza algunos de sus éxitos, pero eran irreconocibles
Dylan es Dios. Así de sencillo. Como Él, sus designios son inescrutables; sus caprichos impredecibles; sus enfados terribles; sus palabras imposibles de entender, excepto para aquellos que están entrenados; sus mensajes, breves y espaciados, acaso también enigmáticos; sus logros, por supuesto, inconmensurables.
Este es el Dylan que ayer se presentó en Zaragoza. El mismo que lleva tocando 20 años de forma ininterrumpida por ciudades de todo el mundo occidental. Un abuelo al que los fieles adoran y temen por igual. Un tipo que ha sido capaz de escribir una cincuentena de obras maestras de la canción, pero ya no puede cantarlas. Lo que Dylan hace, reconozcámoslo, no es cantar. La voz nunca ha sido lo suyo -no es Frank Sinatra-, pero ahora se parece más a Manuel Fraga que a Tom Waits.
¿Qué espera alguien que va a ver a Bob Dylan? Se puede responder con otra pregunta: ¿qué espera quien acude un domingo a la iglesia? Hay quien busca consuelo en las palabras que nacen del púlpito; hay quien va porque hay que ir; hay quien en su interior discute cada una de las palabras que escucha; hay quien sale cada vez más descreído; hay quien renueva su fe.
Yo encontré a un viejo músico cansado físicamente, pero con el espírtu intacto. Un tipo que retuerce los versos que él mismo escribió el siglo pasado hasta volverlos irreconocibles; un cantante que ya ni siquiera recita, sólo murmura o balbucea; un poeta que se obliga a subir a un escenario cada noche; un caprichoso que se dio el capricho de satisfacer al público y tocar el llamado himno de la Expo; un viejo fumador que cuando grita hace vibrar el suelo; una estrella inaccesible del rock que regaló un Thank you friends, un saludo perfectamente vocalizado y entendible. Como el católico que se obliga a dudar cuando escucha al predicador hablar del amor de Jesucristo, así salí del concierto. Creo en Dylan, pero me gustaría tener una seria conversación con Él.
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