La ley aprobada por Italia no es sólo xenófoba, es clasista. Seguir su ejemplo pede llevar a Europa al precipicio.
1.
Antes los comunistas comían niños; ahora los gitanos los roban. La primera idea era repetida en los años de la Guerra Fría como antídoto contra la izquierda. La segunda, igual de falsa, ronda estas semanas por las cabezas y las bocas de miles de italianos. Los gitanos, y por extensión los inmigrantes ilegales, son malos, malísimos.
Reconozcámoslo. Todos, en mayor o menor medida, somos xenófobos. El miedo a extranjero es natural, un atávico sistema de defensa. El problema llega cuando no sólo no se intenta limitar el miedo, sino que el gobierno le otorga rango de ley.
Es lo que ha hecho el ejecutivo del inefable (no existen suficientes adjetivos peyorativos para describir a este tipo) Silvio Berlusconi. Utilizó el miedo de la gente de a pie para ganar las elecciones y ahora continúa utilizándolo para expulsar a los pobres de Italia.
Pues de eso se trata. Ningún gobierno actual es totalmente racista o totalmnte xenófobo. Tampoco ningún ciudadano. Hay muchos que no soportan ser atendidos por un colombiano cuando llaman al servicio de atención al cliente de su compañía de móvil, pero aúllan de placer cuando el brasileño de turno marca un penalti. Los titulares de los periódicos hablan de xenofobia y racismo. Están equivocados: es clasismo.
2.
La ley de Berlusconi está hecha contra los inmigrantes pobres. Para quedarse, el inmigrante debe demostrar que vive en una casa con unas ciertas condiciones de habitabilidad y que tiene cierto un colchón económico. A Berlusconi le da igual la inmigración, lo que no soporta es la pobreza. Pero olvida un par de cosas. Primero: muchas de las viviendas en las que duermen los napolitanos o los sicilianos carecen de las citadas condiciones de habitabilidad. Segundo: ¿cuántos jóvenes, no ya en Italia, sino también en España, se verían imposibilitados para presentar los ingresos que se exigen?
Mal que nos pese, la actitud de Berlusconi puede aplicarse a una parte importante de la población europea. El inmigrante estándar es de piel oscura, habla otro idioma -o el mismo, con diferente acento-, viaja en autobús -porque no tiene coche-, tiene un empleo precario -si lo tiene-, visita las urgencias de la seguridad social y lleva a sus hijos a colegio público. Los europeos de bien no queremos tener nada que ver con él.
Hay otro emigrante, con el que sí nos relacionamos. Tiene nuestro color de piel, un trabajo estable, se permite unas vacaciones en verano, ha estudiado en la universidad y su pareja es europea de verdad. El europeo de bien -o aborigen- puede presumir de su amistad con este inmigrante.
La única diferencia es el dinero.
3.
Se ha dicho muchas veces, pero lo olvidamos. Los inmigrantes no roban el trabajo a los europeos. Trabajan en aquellos puestos que no queremos desempeñar. Cuidan de nuestros ancianos, barren nuestras calles, escuchan nuestros insultos por teléfono, construyen nuestras carreteras, nuestros puentes, nuestras exposiciones internacionales... nuestras ciudades, en definitiva.
Ahora mismo se está construyendo un hotel junto al aeropuerto de Zaragoza. Hay una cuadrilla formada por 15 trabajadores, todos menos 1 son rumanos (europeos, pero de segunda, al parecer). Trabajan 12 horas diarias para llegar a tiempo a la fecha mágica. El español se quejó un vez al capataz, pero le dijo, Ahí tienes la puerta, detrás de ti hay un rumano que trabajará sin decir ni mu.
Los inmigrantes, hay que repetirlo, no roban el trabajo a los europeos. La realidad es que algunos empresarios -o muchos empresarios; depende del sector el porcentaje aumenta- aprovechan la situación de los extranjeros para ganar dinero. El empresario explotador sabe que sus trabajadores no se van a quejar, que van a trabajar como posesos, y que aún darán las gracias por haberlos contratado; si baja el salario o aumenta las horas no llevarán el asunto al sindicato. Y si se cansa de uno de ellos, lo despide y se sienta en su oficina a esperar al siguiente. A éste puede advertirle, El que estaba antes, fue despedido sin mayor problema; tú tampoco eres imprescindible.
Los gobiernos deberían de una vez por todas ponerse firmes y castigar con dureza a estos empresarios. No vale una multa. Tienen dinero para pagarlas. Este empresario es el moderno esclavista. Y la esclavitud está prohibida por ley. Si yo robo a un español, iré a la cárcel. Si un empresario roba a 100 inmigrantes, aquí no pasa nada. Pero debería.
4.
Italia ha abierto una puerta que puede llevar a Europa al desastre económico, hablando de forma egoísta. Si se van los inmigrantes, el sistema se cae.
Pero desde un punto de vista ético, traspasar esa puerta llevaría a Europa a la deshonra. Muchos nos avergonzaríamos de ser europeos. Seguir el camino emprendido por Italia significaría el fin de los derechos humanos. Sólo algunos tendrían derechos, los de fuera serían meros instrumentos, herramientas de usar y tirar. Hoy por hoy, los inmigrantes realizan su función, pero no tienen derechos. La misión de Europa es dar a estos ciudadanos lo que merecen.
Uno de los pilares de la ética de Kant reza, Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca meramente como un medio". Los dirigentes deberían pensar si actúan de acuerdo a esta máxima. Y, cuando descubran que no lo hacen, ponerle remedio cuanto antes.
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