La reciente detención en Italia de unos 400 inmigrantes sin papeles y las posteriores criticas de la vicepresidenta Fernández de la Vega al gobierno transalpino han vuelto a poner de máxima actualidad el que sin duda va a ser uno de los principales temas de debate público durante los próximos meses, o quizá años, dependiendo de lo que dure la dura crisis económica que ya se perfila en el horizonte. Me refiero al problema del control de la inmigración irregular. Asunto bastante complicado éste, que debe ser resuelto con la cabeza y con el corazón, mejor que con otras vísceras mucho menos apropiadas para hacer política. Menos mal que podemos confiar en el buen hacer de Berlusconi, un mandatario con indudables virtudes y con una sabudiría a prueba de las Mamachico.
Aquí en España llevamos ya varios años hablando de este asunto y de hecho la inmigración siempre figura como una de las principales preocupaciones de los españoles según el CIS. Todavía está muy reciente el malogrado contrato de integración que el PP propuso durante la campaña electoral. El gobierno socialista, por su parte, va a dar a este asunto una atención prioritaria durante la legislatura, como muestra la reformulación del Ministerio de Trabajo e Inmigración, cuyo titular, Celestino Corbacho, ha puesto el acento desde el primer día en la necesidad de poner freno al tráfico descontrolado de personas. Y digo bien, de personas, porque el enfoque que da a este asunto toda la clase política en general, sea del partido que sea, es que este es un problema exclusivamente de personas, de los seres humanos inmigrantes. El manido razonamiento es el siguiente: los que vienen a trabajar y con contrato, que se queden; los que vienen por patera o a delinquir, que regresen a su país. La conclusión que podemos extraer de todo esto es que hay una inmigración buena y legal que debe ser permitida y otra mala e ilegal contra la que hay que combatir. Para los que piensan así, atreverse a hacer otros planteamientos más sociales es caer en el buenismo (me gustaría saber si existe este término) demagógico e insostenible del papeles para todos. Pero a menudo quienes así razonan defienden sin saberlo otro tipo de buenismo del que nunca se discute. Es el buenismo invisible de la inmigración; no de las personas en este caso, sino del dinero, que también es un distinguido emigrante.
Siempre se habla de que hay inmigración buena y mala; en cambio, la circulación de capitales a nivel internacional no parece tener ningún atributo moral negativo. La desregulación del mercado financiero internacional, que podríamos calificar de papeles para todos los dineros se ve como algo intrínsecamente positivo. Eso a pesar de que este descontrol de las finanzas ha dado lugar a una grave crisis, como es la de las subprime, originada en EEUU y que por esta inercia saltarina de las inversiones está afectando a todo el planeta. Más grave aún es la terrible hambruna que está provocando en el Tercer Mundo el alza insostenible de los alimentos, otra consecuencia más del neoliberalismo y de la dinámica especulativa de las inversiones en materias primas y en fuentes de energía, especialmente el petróleo. Como dijo el senador estadounidense Byron Dorgan en la FAO: Los países pobres del mundo gastarán unos 38.700 millones de dólares en importación de cereales este año, el doble de la cantidad que pagaron hace dos años por las mismas cantidades y un 57 % de aumento en relación con 2007.
En esta jungla de los capitales, el que tiene más es el que manda y pone las reglas. Por eso EEUU puede por ejemplo poner aranceles a la entrada de algodón extranjero y a la vez financiar a sus propios productores de algodón para que puedan vender su mercancía a esos mismos países a un precio por debajo de los costes de producción. El imperio americano está también detrás de las políticas de ajuste estructural que instituciones como el FMI , la OMC o el Banco Mundial imponen a estos países subdesarrollados a cambio de las ayudas económicas. Estas medidas consisten en una liberalización absoluta de todos los sectores productivos, permitiendo así la entrada a las multinacionales, contra las que no pueden competir las débiles industrias locales. Se estima que más de 10 millones de personas han tenido que abandonar sus casas y sus tierras por programas financiados por el FMI. Por cierto, según la propia entidad han fracasado hasta el momento el 75% de estas iniciativas.
En los países subdesarrollados que sufren este tipo de políticas se acaba produciendo un control de la producción y la distribución de los productos agrícolas por parte de los grandes capitales extranjeros. Esto provoca la marcha de los pequeños granjeros, que se van a la ciudad para trabajar como mano de obra barata en las empresas financiadas por este mismo capital. Entre estas empresas tienen un gran peso la industria pesada, que produce una elevada cantidad de gases de efecto invernadero sumamente tóxicos para la población local. Así, mientras los gobiernos occidentales hacen solemnes declaraciones a favor de la lucha contra el cambio climático y la pobreza, las industrias sucias no dejan de crecer en el Tercer Mundo, al mismo tiempo que el precio de los alimentos, debido precisamente a esa carencia de una agricultura local, que aumenta la distancia entre los centros de producción y de consumo y multiplica exponencialmente el coste del transporte debido al precio del petróleo.
Los políticos parecen empeñados en que la ciudadanía tome cuanto antes conciencia de la necesidad de tomar medidas para acabar con el descontrol de la inmigración. En el caso de los partidos más conservadores, este discurso toma incluso ribetes xenófobos, hasta el punto de identificar la inseguridad ciudadana con la inmigración como si de una ecuación perfecta se tratara en la que A es necesariamente igual a B. Nada tienen en cambio que decir de la libre circulación mundial de capitales y de mercancías; cuando hablan de este asunto, tanto desde la derecha como desde la izquierda, es para reiterar las pretendidas bondades de la globalización económica (que no de lo derechos humanos).Difícilmente se escuchará ni un ápice de crítica a las políticas del FMI o de cualquiera de estas instituciones. Será porque son unos buenistas.
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