Conocí a José Couso muy de pasada. Yo acababa de llegar a la redacción, él era cámara, veterano, curtido en mil batallas, de vuelta de todo y espantado de nada de la vida. Eran mis primeras prácticas y ser becario no era, -supongo que sigue sin ser- nada fácil. España vivía los tiempos de la "Guerra de Perejil", -con viento de Levante y al amanecer-, y empezar a ser periodista era una mezcla entre pesadilla y sueño hecho realidad.
Le vi algunas veces en aquel verano de 2002. Cruzamos pocas palabras, siempre con algún veterano entre medias, y nunca más allá de comentar cosas demasiado puntuales. Ni siquiera recordaba su nombre cuando me marché de Telecinco. Pero sí su rostro, sí su cara, y sí su forma de andar. Cuando me enteré de que habían matado a un reportero gráfico llamado José Couso, no supe quién era. Cuando vi su cara detrás del objetivo no pude ya quitármelo de la cabeza.
Se había ido con Jon Sistiaga a cubrir la Guerra de Irak. Yo me senté aquel verano en la misma silla de Sistiaga, tan pequeño yo, -tan grande él-, porque él estaba de vacaciones y su ordenador estaba libre. Los becarios siempre tienen algo de okupas, -espíritu libérrimo, sin reglas, sin responsabilidades-, y como a tales les tratamos cuando entramos en la tribu de los redactores. Sistiaga y Couso se fueron para Iraq, y sólo volvió uno. Couso, cousiño, se quedó allí, injustamente muerto "manu militare". Ninguna muerte es justa, me pueden decir, pero en aquel caso, Estados Unidos no quería testigos. No quería periodistas apuntando con su objetivo de cámara y reflejando al mundo todo lo que estaba pasando.
Ahora se cierra definitivamente el caso. La Audiencia Nacional cierra el caso. Un -presunto-, crimen que queda impune, sin aclarar, sin explicaciones, sin perdones, sin disculpas, con descaro. Probablemente no sea yo quien deba alzar mi voz contra este caso. Para eso están los periodistas españoles que declararon como testigos en la Audiencia Nacional y que se encontraban en Bagdad en el momento en el que un proyectil de EE.UU acabó con Couso, ya han emitido un comunicado para denunciar "la utilización profundamente inexacta" que el Tribunal ha hecho de sus declaraciones. Lo que sí quiero es alzar aquí mi protesta como compañero, como colega, como periodista, como becario que conoció de refilón a quien se convirtió en icono a su pesar.
Quiero protestar por lo poco que se respeta el trabajo periodístico en el mundo. Protesto, y no me resigno a que casi 100 periodistas mueran cada año en el mundo por ejercer su profesión. Porque hay muchos regímenes, demasiados, que no quieren testigos impertinentes de sus fechorías, de sus crímenes, de sus vejaciones, de sus quebrantamientos repulsivos en materia de Derechos Humanos. Protesto porque hoy en día, en pleno siglo XXI, ser periodista es sinónimo de profesión de alto riesgo. Porque la libertad de expresión no se cumple más que en unos pocos medios libres que quedan, generalmente en internet.
Según el informe anual del Instituto Internacional de la Prensa, ninguno estamos libres de ser perseguidos. En países aparentemente desarrollados como México, dos periodistas han sido asesinados en 2007; otros seis permanecen desaparecidos. Lo mismo ocurre en Palestina, en Pakistán, Afganistán y Sri Lanka. Para qué hablar de Irak, donde nadie quiere que nadie dé fe de lo que está pasando.
El caso más flagrante es China, donde en pocos meses, miles de periodistas se acreditarán para contar lo que pasa en los Juegos Olímpicos. Eso sí, que no se les ocurra contar nada de lo que pasa del Estadio Olímpico para fuera, porque pueden sufrir el mismo destino que 30 periodistas y 50 'bloggers' actualmente en prisión'.
Decía el maestro de periodistas Ryszard Kapuscinski que " La suya no es una vocación, es una misión". José Couso no tenía vocación de mártir, ni siquiera era su misión serlo. Su único trabajo era grabar y enseñar al mundo lo que hacían los militares americanos en el campo de batalla de Irak. La misión del periodista, la de todos los que de una u otra forma nos dedicamos a ésto, es contar lo que está sucediendo a nuestro alrededor. Lo que está pasando, lo que estamos viendo. Tenemos que contar lo que vemos, para denunciar, si hace falta, para contar lo que pasa, para hacer ver a la sociedad lo que ocurre, sin que muchas veces se enteren de ello. Creo, como Kapuscinski, que algo de misión hay en ello. La vocación se acaba cuando ves la realidad mileurista del redactor, o la miseria del becario explotado. La misión comienza cuando ya no hay vuelta atrás, y sientes que tienes la responsabilidad de ser honesto. Como lo fue Couso consigo mismo. Porque, -y vuelvo a invocar al dios-periodista-polaco-,"para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas." Las malas personas sólo pueden ser malos periodistas, añado yo.
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