De Juan Mayorga. Con: José Luis Alcobendas, Julio Cortázar, Israel Elejalde, Susi Sánchez y Fernando Sansegundo. Escenografía y dirección: José Luis Gómez. Madrid. Teatro María Guerrero. 27 de abril de 2008.
Ahora que tenemos felizmente en casa a los tripulantes del pesquero Playa de Bakio tras pagarse, al parecer, un rescate millonario por su liberación, o que salen a la luz nuevas revelaciones sobre la autorización del Pentágono a realizar interrogatorios duros a prisioneros de guerra, cobra todo su sentido la obra de Juan Mayorga recién estrenada en el María Guerrero que trata precisamente sobre los límites de lo moralmente permitido para neutralizar el chantaje y la amenaza terrorista. Más allá de estos casos concretos, la historia reciente de España, con quien, desgraciadamente se ha cebado el terrorismo, ofrece un interminable y macabro inventario de atrocidades y es bueno que alguien plantee algunas preguntas esenciales sobre la legitimación de la violencia para combatir la violencia y lo haga serenamente, en profundidad, fuera de la órbita de lo político donde estos debates desgraciadamente se presentan sesgados por intereses partidistas y de poder, y lejos también de los medios de comunicación, no menos ideologizados que el poder o los partidos. Así se hace efectivo, además, el deseo de García Lorca de que el teatro debe recoger el latido social de su tiempo, constituyéndose en una tribuna libre donde los hombres puedan poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre.
La obra de Mayorga constituye un espléndido ejemplo vivo, una aleccionadora parábola moral sobre la legitimidad o ilegitimidad de la tortura, que junto con asuntos como el de la guerra preventiva, o el de la reinstauración de la cadena perpetua, por poner sólo un par de ejemplos, demandan un debate inaplazable. Escrita quizá como homenaje al opúsculo homónimo de Inmanuel Kant, en el que éste preconizaba la armonía universal, entre otros aspectos no menores de la naturaleza y el comportamiento humanos, la pieza explora en última instancia las posibilidades de la razón, atributo fundamental del hombre civilizado, para uncir a un mismo yugo la ética y la política, viniéndose a concluir, a partir de la vibrante disputa final que mantienen Enmanuel y el Humano, que todavía estamos lejos de esa concordia universal.
Pero más allá del debate filosófico, la obra encierra en su construcción, en su desarrollo y en la definición de los personajes un genuina y fecunda teatralidad. Los protagonistas de la fábula, como en las grandes obras del género desde el tiempo de los griegos, son animales, tres perros, para ser más exactos, sometidos a un proceso de selección para ingresar en un cuerpo de élite antiterrorista. Confinados en los sótanos de alguna recóndita dependencia de las fuerzas de seguridad del Estado, la acción recrea el curso de las sucesivas pruebas a las que son sometidos por un cuarto perro, miembro de dicho cuerpo, ayudado por un instructor humano, cobrando especial relieve la última de ellas, la prueba definitiva, un supuesto caso práctico donde tendrán que decidir como intervenir ante una amenaza inminente de ataque. Para entonces ya habrán tenido tiempo de conocerse entre sí y de que afloren las profundas diferencias de carácter, de formación y experiencia de la vida que los separan y que los convierten en verdaderos arquetipos psicológicos.
Como se ve, material dramático más que suficiente para poner a prueba el talento de escenógrafo, director, actores, y de toda la maquinaria y los recursos del María Guerrero, que no son pocos. A mi juicio, todos ellos salen airosos del envite, dando a luz un espectáculo duro pero deslumbrante, del que no sabríamos que ponderar más, si la depurada técnica actoral y la energía de que hacen gala los intérpretes, en particular los tres protagonistas, o la labor combinada del director -y responsable del espacio escénico-, de figurinistas e iluminadores, que consigue recrear la atmósfera opresiva y amenazadora de ese infernal bunker donde la acción se desarrolla, híbrido de laboratorio de lavado de cerebros, de celda de castigo donde se alientan los instintos y se matan los sentimientos, o de colector de cloaca por donde se depuran los nauseabundos desechos del trabajo sucio, que de una forma u otra alguien tiene la necesidad de hacer, para que arriba, en la superficie, el resto del cuerpo social duerma tranquilo y se envanezca de sus progresos narcotizado por las grandes palabras.
Convendría, en fin, recalcar el acierto del autor al elegir animales como personajes, que, aun en su envoltura humana, a decir de Lessing, facilitan al espectador un reconocimiento intuitivo de su valor arquetípico. Ello sería imposible sin el talento de José Luis Gómez que lleva a cabo uno de los trabajos más arriesgados y complejos de su carrera, secundado por un elenco espectacular, del que cabría destacar, sin demérito del resto, el duelo interpretativo de los protagonistas, Enmanuel (Israel Elejalde), Odín (José Luis Alcobéndas) y John-John (Julio Cortázar); por debajo de sus peculiaridades e idiosincrasia (más reflexivo Enmanuel; cínico y sin escrúpulos Odín; sandio, impulsivo, un auténtico killer John-John), en todos ellos se hace perceptible el olfato del sabueso, el impulso depredador de las alimañas y la inquietante y amenazadora presencia del instinto, cuyo triunfo sobre la razón nos devolvería a la barbarie.
Gordon Craig
29-IV-2008.
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