La ficción no ha muerto. Allan Ball, David Chase y Aaron Sorkin son los nuevos Shakespeare, Dickens o Tolstoi.
Contar historias. Es lo que el ser humano lleva haciendo miles de años. En el principio, al poco de nacer el lenguaje, quizá fuera una madre que hablaba a su hijo, muerto de miedo en la caverna; o un hombre con una herida en el brazo, que relataba a su tribu cómo había cazado al animal que en ese momento devoraban. Seguramente entonces nació la ficción. Este hombre no se limita a decir lo que pasó, inventa. Alguno de estos relatos crece y crece en detalles y acontecimientos que nunca existieron -al principio habría sólo un león, después ya serían tres- y toman poso en la tribu. Después de muerto se siguen contando al calor del fuego, un modo (entonces) original y (siempre) terapéutico de acabar el día.
Mucho tiempo después, a principios del siglo XXI, la humanidad cree que comienza a cansarse de contar historias. Se habla de crisis de la novela, del teatro, la narración oral está muerta, la ópera petrificada. ¿Ha muerto el arte de contar historias? Para nada.
Lo que sucede es que la palabra ha dejado paso a la imagen; el papel y la tinta a los píxeles; las bibliotecas y teatros a las pantallas de los ordenadores. Cambian los medios, pero seguimos necesitando la ficción. Sin ella, no podríamos vivir. ¿Hasta qué punto nos será necesaria que incluso las noticias se acercan cada vez más al entretenimiento, se maquillan y se narran, como si fueran relatos breves?
Shakespeare, Dickens, Homero, Tolstoi, HG Wells, Cervantes, todos se han mutado en guionistas y directores de series de televisión. No es para tanto dirán algunos; hay series muy malas. Sí, también hay miles de malos novelistas. Al final, sobreviven unos pocos. Lo mismo que sucederá con las series de televisión.
Debemos empezar a pensar en la televisión no como un ente que abotarga los sentidos y pervierte a los jóvenes (también se dijo en su momento que ciertos libros eran perniciosos para la virtud, que el rock impulsaba a los jóvenes al sexo y la violencia); sino como un instrumento, un simple medio a través del cual el artista puede crear. Con papel y tinta se escribieron las sentencias de la Inquisición, el Mein Kampf, o los infames Protocolos de los Sabios de Sión; también en papel se plasmaron las dudas y las decisiones de Hamlet, la lujuriosa soledad de Ana Ozores o el angustiosa transformación de Gregor Samsa. Así, la pantalla de la televisión nos ha ofrecido entrevistas vergonzosas, reality shows degradantes, programas embaucadores y alienantes; pero también, desde hace un tiempo, podemos disfrutar de la mejor ficción creada en lo que va de siglo.
El estudio de la familia actual está perfectamente descrita en A dos metros bajo tierra. Las entrañas del poder y la toma de decisiones en Estados Unidos tienen su reflejo en El Ala Oeste de la Casa Blanca. The New York Times describió Los Soprano como la Gran Novela Americana, ésa que ni Hemingway ni Mailer consiguieron escribir. Quien quiera conocer el funcionamiento de los buenos programas de televisión sólo tiene que ver Studio 60. Para adentrarse en la vida de pareja -la real, no la que intenta vendernos Hollywood- sólo hay que ver Dime que me quieres. Y quien añore el teatro filmado, el mítico Estudio 1, puede disfrutar de una joya llamada In treatment, que sólo necesita un puñado de grandes actores y un brillante guión.
Ninguna de estas obras de arte tiene nada que envidiar a muchas novelas.
En tiempos de bestsellers manufacturados, de películas con temas y estructuras ya vistos, la mejor ficción se escribe en la HBO.
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