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TEATRO. La señorita Julia. "Acendrado naturalismo".

Actualizado 12-04-2008 16:21 CET

De: August Strindberg. Con: María Adánez, Raúl Prieto y Chusa Barbero. Violín: Andrea Szamek. Acordeón: Scott A. Singer. Escenografía: Andrea D’Odorico. Dirección: Miguel Narros Madrid. Teatro Fernán Gómez. 5 abril de 2008.

Es Strindberg uno de los más prominentes dramaturgos europeos de la segunda mitad del siglo XIX y el que llevó el naturalismo teatral hasta límites no superados dando vida a multitud de personajes cuyas pasiones y deseos individuales están fuertemente mediatizados por la presión de su entorno natural y social. La señorita Julia es un caso paradigmático de ese determinismo genético y de clase que gobierna el comportamiento de los seres humanos, y el conflicto que enfrenta a los protagonistas, un conflicto de poder, en el fondo, no es sino una escaramuza de la continua lucha darwiniana de las especies a lo largo de un proceso evolutivo en el que solo sobreviven los individuos mejor dotados.

Urgida por el despecho en que la ha sumido su reciente ruptura con un pretendiente y arrastrada por el torbellino de sensualidad que ha hecho presa de todos los moradores de la casa con ocasión de la celebración de la noche de San Juan, Julia se ve impulsada a coquetear con Juan de manera un tanto frívola y a mostrarse ora cariñosa ora desdeñosa y autoritaria con quien identifica únicamente como un criado, sin calibrar en su justa medida hasta donde pueden llegar sus insinuaciones. Juan, en principio, se muestra solícito y servil, dispuesto a satisfacer los caprichos de su señora, pero cuando se siente ultrajado, su mansedumbre se trueca en violencia y su sentimiento de inferioridad en orgullo de macho y en deseo de dominación de la hembra, un deseo que no verá colmado hasta conseguir la posesión de Julia, y con ello, su destrucción, pues es improbable que Julia sobreviva al deshonor.

El montaje de Miguel Narros hace justicia, creemos, a la excepcional factura dramática de esta pieza, un sutilísimo a la vez que violento juego teatral caracterizado por las constantes inversiones de la situación relativa de los protagonistas y de su mudable estado de ánimo. Refleja asimismo el montaje con bastante fidelidad la franqueza, -rudeza, a veces-, con que los personajes se desenmascaran poniendo al descubierto sus ambiciones y su verdadera catadura moral, así como la atmósfera densa y turbulenta que los envuelve, la de una noche mágica y saturnal en la que se mezclan los vapores del vino y los efluvios del instinto con el calor de unos cuerpos enfebrecidos por el deseo y por la voluptuosidad. La escenografía, espléndida, de Andrea D’Odorico y la ambientación, en general, meticulosa y realista coadyuvan en gran medida a la creación de esa atmósfera. Y por supuesto, el trabajo de los actores, extraordinario en conjunto.

Cristina (Chusa Barbero) es la criada sumisa que acepta de buen grado el doble yugo que le impone su condición de mujer y de sirvienta, obsequiosa e hipócrita no tiene el carácter suficiente para oponerse a las exigencias de Juan y se conforma con las migajas del festín. Más allá de las diferencias de sexo o extracción social, Julia y Juan viene a ser dos proyectos de vida antitéticos, arrastrados por una poderosa fuerza interior (a veces incosciente) que obedece a la imagen de “ascenso” y “caída” de sus respectivos sueños. Juan (Raúl Prieto) es un ser innoble y sin escrúpulos dominado por la ambición; contrasta el servilismo y su temor reverencial al duque con su actitud altanera y dominante con Julia y con Cristina; de modales aristocráticos, se siente defraudado al comprobar que la aristocracia también está corrompida. Julia (María Adánez) es la viva imagen de un ángel caído; vital, enérgica, arrogante al principio, tras la seducción, vemos como se debilita su resolución y aparece como un ser inseguro, atormentado, debatiéndose en la mezcla de amor/odio que profesa a su amante y decepcionada porque éste no comparte su visión un tanto romántica del amor. Abocada a la degradación, se salva, no obstante en un gesto supremo de gallardía que demuestra su superioridad moral.


Gordon Craig.
7-IV-2001

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