Cada legislatura, como cada patio de colegio y cada familia que se precie, tiene su bufón, aquel que ha sido concebido para destapar las risas de los demás, aunque le vaya el más espantoso de los ridículos en ello. Durante el último cuatrienio, ese honroso y sociológicamente útil papel lo desempeñó, con calificaciones sobresalientes el ínclito Martínez Pujalte, aquel diputado azulón del Partido Popular que sonsacaba la crispación frustrada y levantaba las iras de toda la cámara con sólo levantar el dedo para pedir ir al servicio. Cada legislatura, como cada patio de colegio y cada familia que se precie, tiene su bufón, aquel que ha sido concebido para destapar las risas de los demás, aunque le vaya el más espantoso de los ridículos en ello. Durante el último cuatrienio, ese honroso y sociológicamente útil papel lo desempeñó, con calificaciones sobresalientes el ínclito Martínez Pujalte, aquel diputado azulón del Partido Popular que sonsacaba la crispación frustrada y levantaba las iras de toda la cámara con sólo levantar el dedo para pedir ir al servicio.
El diputado popular Miguel Arias Cañete
En la singladura que se inició ayer ya tenemos un postulante oficial al cargo, que ha presentado su candidatura con rigores de solvencia: el incomparable Arias Cañete.
El albino diputado del Partido Popular, reconocido alérgico al inmigrante, sobre todo si trabaja de camarero, se postuló en la sesión del debate de investidura como el más firme candidato al título de bufón del reino.
Para lograrlo no dudó en pasillear la cámara y los estrados como un principiante endemoniado, comentar en voz alta las intervenciones de los oradores e importunar a sus propios líderes de partido con requerimientos misteriosos.
Pero, sin lugar a dudas, el hecho que consolidó su candidatura al título cuando llamó, de palabra y mediante gestos ostensibles, cara dura al aspirante a la presidencia del gobierno.
Ese gesto universal de golpearse la cara con la palma de la mano, como el cachete cariñoso al niño travieso, le ha catapultado en el ranking de los aspirantes al título vitalicio de bufón mayor del reino.
Cuando el Presidente del Congreso, José Bono, lo llamó al orden (¡señor Ariaj, ujted no ejtá en el uso de la palabra!), estrenado así su recién adquirida competencia de autoridad, Arias Cañete inclinó su testa nevada como los niños malos, en ese gesto borreguil premeditado y soberbio de quien tiene intenciones de continuar pese a la amonestación. Ladeó la testa varias veces en señal de asentimiento, como para sacudirse de encima la atención de Bono y, cuando lo logró, con la zalamería del zagal que se sale al fin con la suya, ante la mirada irónica de un Zapatero que no quiso entrar al trapo de la provocación fácil, repitió el gesto varias veces más para quedar, como el aceite, por encima del agua democrática.
Incluso sus propios jefes políticos, que tal vez no sean de su gusto, hubieron de llamarle al orden (¡Miguel, contrólate que ahora somos moderados y dialogantes!). Pero Cañete, que siempre obedece a regañadientes, tiene vocación de cómico ambulante, y mucho me temo que sus actuaciones no han hecho sino comenzar.
Al menos tenemos el consuelo de que los científicos empiezan a hablar de que la risa aplaca el estrés. Pero no estaría mal recordarle al señor Cañete que lo que este país necesita, además de inmigrantes que sepan desempeñar correctamente su trabajo, es diputados serios y coherentes que dignifiquen la profesión política, sobre todo cuando están ante laminada de millones de ciudadanos.
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