Leo en Público un artículo de Juan Varela en el que habla de la realidad aumentada, donde los aparatos se relacionan entre sí, como si fueran personas, para facilitarle las cosas a sus dueños. Y es que nos estamos llevando la vida a la red casi sin darnos cuenta. Nuestra vida se hace red a pasos agigantados. Los hábitos de consumo y de relaciones humanas se desplazan de la realidad al espectro virtual a una velocidad supersónica y, a veces, ya no sabemos dónde estamos ni cuál es la frontera que separa ambos reinos.
Imagen Istockphoto
La irrupción de Internet en las Tecnologías de las Comunicaciones, la globalización, a la que yo añadiría su antagónica glocalización, y la crisis permanente de las instituciones se han convertido en las figuras indiscutibles de este proceso.
Nuestras costumbres, nuestros hábitos de vida, incluso nuestros sentimientos más íntimos, son trasladados casi por inercia a la pantalla del ordenador, a pesar de que carece del enriquecimiento del contacto personal, del insustituible roce carnal con otros seres humanos. Las prácticas on line forma ya parte de nuestra realidad cotidiana, lo que se ha dado en denominar la revolución cibercultural.
Nuestra vida virtual es una experiencia permanente y compartida, inmersa en comunidades infinitas cuyos puntos de intersección son los nudos de intereses comunes, a pesar de que no nos conocemos, ni siquiera sabemos cómo son nuestras caras o el color de nuestros ojos. La red es un gran corazón abierto que siente sin importarle de dónde proceda el sentimiento. Y quien no sucumbe al poderoso atractivo de las redes se despeña en el abismo de la cada vez más profunda brecha digital, como si se exilase a un mundo perdido y solitario, alejado de todo.
En palabras de Castell, estamos pasando de de la sociedad de la información a la sociedad de redes. Quienes han nacido y crecido en esta era de los nudos sienten las nuevas tecnologías tan necesarias como lo fue el coche en el último cuarto del siglo pasado. Son los nativos digitales, una generación a la que le es imposible vivir sin un dispositivo a mano y, por supuesto, interconectada. Una generación que obliga a rediseñar las estrategias de todo el sistema.
La diversidad de la web ha permitido que se generen múltiples identidades, que se escuchen voces que antes se perdían en el silencio de los desiertos reales, que se difundan mensajes, incluso letales para el sistema que sustenta la cosa, que con anterioridad estaban condenados a la extinción antes de ser proclamados.
Y todo ello a pesar de la deshumanización y del deterioro del lenguaje que impone la limitación de los dispositivos. A pesar de que tan sólo unos pocos sitios monopolizan la audiencia y el caudal de pasta que genera el negocio. Nos llevamos la vida a la red y a ella nos encomendamos. Ahora nos queda el reto de hacerla más humana, más participativa, más democrática. En ello estamos.
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