Refleja Reuters la realización de un estudio en la Universidad de Michigan sobre horas dedicadas a las labores domésticas. Recurrir a la estadística cuando no se conoce o no conviene la verdad es cada vez más habitual. Dios me libre de enmendar la plana a los sesudos investigadores, pero tengo la sensación de que es un grave error publicar este tipo de cosas, conocida la tendencia del común de los mortales a leer solamente el título de las mismas, las "letras gordas"
Solamente con el título que reza "Tener marido genera siete horas más de labores domésticas" se queda uno con una depresión comparable a la del veintinueve. Me niego a creer que todos los hombres seamos unos indeseables tirados todo el tiempo frente al televisor bebiendo cerveza y eructando sonoramente mientras pedimos más panceta a la parienta afanosa que frie mientras baña, baña mientras friega, friega mientras cose, cose mientras sueña con fornido butanero. Los promedios no son la verdad, pero lo parecen.
Nadie habla en éste título de las compensaciones que, también desiguales, reciben las sufridas féminas por sus siete horas de desvelos. Unas recibirán la patada en el culo que la legislación vigente debería penar con privación de libertad, y otras serán colmadas de atenciones por sus atentos esposos que, en la imposibilidad de compartir las tareas del hogar por sus horarios laborales draconianos, se esforzarán en otorgar compensación por otro medio.
Tampoco dice el título que las siete horas son semanales. Pesada carga, pero no tanto como si fueran diarias, medida del tiempo que el ser humano usa por omisión, atado al ritmo de su propia biología. Pero el redactor de la noticia sabe que un título con la cifra dividida por siete no producirá el impacto en el lector casual, ese que solamente mira por encima las frases en tipografía negrita y bien gorda, es decir, negraza.
Tal vez sea necesario estudiar si la mujer ha incrementado su esfuerzo por culpa del hombre con el que comparte su vida. Cualquier persona que resida en casa de sus progenitores parte de una situación -casa limpia, ropa planchada, mesa puesta, gastos pagados- que se sustenta en el hecho de que hay una madre y un padre en el hogar. Ella no trabaja ni tiene, por su edad y formación, posibilidades de incorporarse al mundo laboral. Él dedica cada minuto de su atención a su prole y, si está jubilado, esos minutos son muchos. Ambos dedican cada euro de su patrimonio a los hijos.
Si, de repente, el feliz soltero -o soltera- empieza a vivir en otra casa que no es la de sus padres se encuentra con un montón de dificultades que no estaban en el guión. La casa ya no se limpia sola. Hay que pagar los recibos, lo que implica no poder subcontratar las tareas del hogar. Para comer se ha de pasar por largos y desagradables procesos logísticos: Visita al hipermercado, juramento en arameo por los precios, preparación de las viandas, nuevo juramento porque se quema todo y nada sabe como en casa de padre y madre, gran juramento final por tener que fregar vajilla.
Y es aspiración común de la mujer -en el hombre también existe, pero menos- evitar la caída de los estándares de confort. La recién casada quiere resistir exitosamente la comparación con su nueva suegra, sin caer en la cuenta de que está en situación de enorme desventaja. Pasa gran cantidad de horas fuera de casa, se deja las pocas energías que le quedan en el hacinamiento del transporte público o en el embotellamiento del privado. Además, no lo negaré, convive ahora con un macho de su misma especie que no sufre su obsesión por el estado del hogar.
Supongamos, pues, que llevamos las cosas a su justo punto y que el investigador ha descontado ya todos estos factores. Y que resulta que hay un desequilibrio. La solución no es otra que remunerar las tareas domésticas como si fueran empleos fuera de casa. Es justo. Será un factor de redistribución de la riqueza y de los roles en la sociedad. Esto acabará con el machismo y el hembrismo. Finalmente, nos va en ello la supervivencia de la especie.
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