Hace ya casi 2 años que comenzó todo. Entonces fue más un grito de rebeldía que un movimiento verdaderamente articulado: por una vivienda digna. Y poco más; para desgracia de algunos, que pensaron que nos conformaríamos con que nos dejaran gritar un día, (ojo, sólo uno, lo cual nos quedó claro enseguida) esto continuó y dio lugar no sólo a una protesta sostenida; queríamos profundizar más, aportar nuestros propios análisis, nuestras conclusiones, nuestras propuestas.
En aquellos días dijimos que el barco se iba a hundir. Que la situación era insostenible y que esta economía del ladrillopolio tenía, paradojas de la vida, unos cimientos muy poco sólidos. La respuesta desde el poder era una sonrisa de conmiseración: estúpidos radikales (con k de ignorantes, por supuesto), la vivienda nunca bajará, el ciclo jamás se romperá, no hay burbuja. Así se sostenía día tras día. Y esto no es una expresión. A diario se afirmaba (excusatio non petita ) que el ladrillo gozaba de una salud de hierro. Esa era la prueba más clara de lo que iba a pasar realmente: si tu pareja te tiene que garantizar a diario que no piensa en otro, más vale que vayas haciendo las maletas. De hecho la economía ya estaba entonces empaquetando sus pertenencias, tras una década de ladrillos y de orgías, presta a retirarse a sus cuarteles de invierno, donde no pasará frío, porque siempre se quedan helados los otros, los mismos.
Somos constantes, pertinaces, radicales, por supuesto: radicales en nuestra obstinación por ir a la raíz del problema. Hemos entendido, somos peligrosamente conscientes para el poder: sabemos cómo funciona, qué le mueve, a que ritmo late su corazón (con perdón). Hace 6 meses una amiga que ha hipotecado su vida se mostró esperanzada por el leve respiro que le daba el Euríbor. No deberías alegrarte, le dije, porque si no te pueden subir la hipoteca, otra cosa te subirán. A lo mejor la cuota del banco será la misma, pero el pan te costará mucho más caro. Y así está sucediendo (para colmo, el Euríbor ha vuelto a despertar por culpa del murmullo que originó el leve respiro de los hipotecados). No hace falta ser Keynes ni Tamames. Basta con entender el alma de este injusto sistema económico que trata a las personas no como un fin en sí mismas, sino como si fueran un activo económico más para invertir. Esta máquina se nutre de las vidas de los demás para aumentar su ritmo; la humanidad es su combustible renovable (por ahora). Un ajuste de tuerca, otro más, un tercero; aquí aprieta, en el tercer mundo ahoga. Y si mañana pueden, también ahogarán aquí.
La humanidad es la gasolina que mueve esta locomotora desbocada y suicida, que conduce un tren presto a estrellarse contra la propia humanidad. No le importa que la gente pierda su empleo, que mueran niños que pisaron donde no era, que el ambiente envenenado esparza el cáncer por doquier. Miro a mi alrededor y entonces las grandes palabras se desvanecen. Tipos de interés, inflación, crecimiento, balanza comercial, flexibilización...términos huecos, vacíos, como de un idioma inventado; nada de esto importa cuando estoy entre la gente que camina, que sufre y que tiene (a pesar de todo) sueños. Cuando converso con una pareja amiga ilusionada que espera un hijo y que hace cuentas (y descuenta) a fin de mes; cuando veo a mi vecino, trabajador que ya no trabaja, porque ahora los ladrillos no dan dinero al patrón; cuando observo a una juventud sin formación ni esperanzas, educada en la filosofía del individualismo que no permite decidir sobre la propia vida.
Ojalá todos nos cruzáramos mañana de brazos y nos apeáramos de este tren. Es la única manera. Levantémonos del sitio, plantémonos enfrente del poder y digámosle que se acabó. Sí, lo sé, soy un ingenuo, como todos los que son como yo y como decía el poder, como lleva casi dos años diciendo. La gente no se va a plantar, no va a suceder, es imposible: no podemos hacer nada, las cosas son así, es lo que hay. En el idioma de la locomotora esto quiere decir que en este tren suicida nosotros no viajamos como pasajeros, sino como mercancía. Hace tiempo que dejamos de ser hombres libres, o tal vez ya no seamos ni tan siquiera hombres. Los únicos hombres que quedan hoy día son quizá los que echan más carbón a la locomotora. Malditos sean, y maldito el mundo que queman en el fuego de su propia codicia.
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