El fútbol mueve pasiones y millones por igual. Las cifras que circulan por los titulares de los periódicos son mareantes y el futbolista profesional se ha convertido en un modelo social a imitar, una referencia de hombre ideal, un triunfador que combina solvencia económica y glamur en cantidades exorbitantes. Pero este espejo de lujo y opulencia deslumbrantes tiene otra cara oculta gris y miserable, una que rara vez aparece en los periódicos deportivos ni en las retransmisiones multitudinarias.
La esclavitud también alcanza al fútbol
Leo en El Mundo un excepcional reportaje de Dan Mcdougall en el que narra con detalle el sueño, que la mayoría de las veces se convierte en pesadilla, de miles de niños africanos que malviven ilusionados con llegar a ser como las grandes estrellas africanas que triunfan en clubes europeos.
Niños que pueblan suburbios miserables y subsisten en chabolas de chapa con techos de lona alquitranada y que se pasan el día en las playas y baldíos pateando con esperanza una pelota de trapo entre montones de escombros y desechos. Para ellos el fútbol se ha convertido en la única alternativa para escapar a las dentelladas de la pobreza.
Esta infancia de un continente asolado y abocado a la miseria o a las rutas inciertas de la inmigración casi nunca van a la escuela, pasan la mayor parte de su tiempo en las academias ilegales de fútbol, que se han convertido en el caldo de cultivo donde florece a sus anchas un nuevo tipo de esclavitud a la sombra de la esperanza de convertirse algún día en millonarios y admirados.
Sus familias se ven obligadas a efectuar ímprobos esfuerzos económicos que no se pueden permitir, para que sus hijos puedan acudir a las escuelas de fútbol, donde el mundillo de avispados que circula alrededor de este deporte les hacen firmar precontratos desde los 7 años, para sacar suculentas tajadas en el caso de que el futuro jugador sea vendido a algún equipo europeo.
La mayoría de ellos viajará al continente de forma ilegal y peligrosa a bordo de una patera hasta las Islas Canarias y, desde allí, a la tierra prometida. Sin embargo, un alto porcentaje sólo obtendrá como premio la frustración y la vergüenza de regresar a su hogar con las manos vacías, porque un africano siempre tiene que volver con algo que demuestre su éxito y que el viaje que emprendió sirvió para algo.
Aquellos que, tras sortear un sinfín de dificultades, consiguen una prueba y son rechazados se ven abandonados por agentes y representantes a su suerte y suelen acabar en cualquier suburbio de una gran ciudad europea, subsistiendo a duras penas del top manta y con la ilusión grabada a fuego en sus ojos de que alguien se fije en ellos y les dé una nueva oportunidad.
Países como Ghana, Costa de Marfil, Qatar, Nigeria, Tanzania y Dakar se han convertido en una cantera inagotable de estos nuevos esclavos del fútbol. Incluso el presidente de la FIFA, Joseph Blatter, ha denunciado en varias ocasiones el detestable comportamiento de los clubes europeos en África, acusándolos de ejercer una violación económica y social.
Es lastimoso que un deporte que genera tal cantidad de negocio y beneficios multimillonarios sea del todo insensible a esta cruda realidad, que cada vez se impone más en un continente desesperado ante la miseria y la exclusión. No es tan difícil destinar una parte de la plusvalía a la creación de escuelas de fútbol decentes, que además de enseñarlos a jugar los eduquen y les brinden unas posibilidades de vida dignas. Lo que ocurre es que la voluntad de los clubes suele mirar siempre hacia otro lado.
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