Amaneció con un sol tímido que jugaba a esconderse entre las nubes grises y amenazantes. En las calles, un pulular incesante de nazarenos ataviados con vestimentas de Kukusklan multicolor se apresuraba por alcanzar las puertas de par en par de las iglesias. Las multitudes comenzaron a agolparse esperanzadas a las puertas de los templos. El miércoles santo de Sevilla iniciaba su andadura entre dudas y deseos elevados al cielo para que la lluvia no hiciera acto de presencia.
Mercaderes en los templos
Pero las nubes se cerraron en abrazo de clausura y llegó el agua y con ella el regreso de los pocos nazarenos que habían iniciado el desfile procesional. Los hermanos mayores de las cofradías, arropados por los más íntimos, comunicaron la decisión de no salir a los cofrades, que se vieron poseídos por la certeza incuestionable de otro año de espera.
La estampa se transformó entonces en una fotografía de nazarenos y costaleros llorando abrazados en las rampas de acceso y en el interior de las capillas, conjurándose entre lágrimas para el año próximo.
La gente comenzó a deambular, empapadas, sin saber a dónde ir, sorteando el azahar, marchito y pútrido por la lluvia, que navegaba impenitente los charcos hacia el abismo de las alcantarillas. De nuevo los bares se hicieron protagonistas de una jornada en la que el asfalto brillante y empapado no podía fagocitar a una multitud que transitaba sin rumbo predeterminado tratando de reinventarse un día ya aciago.
La tristeza que flotaba en el ambiente se fue transformando en resignación con el paso de las horas y la multitud inició un lento y perenne peregrinar por las iglesias abiertas de par en par, con las imágenes acaballadas en los pasos y ancladas en el fondo de los altares, como bólidos que ha abandonado la carrera y se recogen en los boxes.
La lluvia trajo el agua necesaria e implacable con la semana santa de Sevilla. Y con el agua, los mercaderes regresaron a los templos y las iglesias se convirtieron en improvisados mercadillos donde las hermandades exponían el arsenal de marketing del más allá, mediante el que conseguir unos ingresos extras. Una multitud mareante recorría los altares para contemplar entre las parafernalias sacras lo que no pudo ver en el reino libre de las calles y se detenía en los tenderetes sagrados para adquirir estampitas, pósters y almanaques de sus imágenes predilectas. Los flashes de las cámaras y los móviles izados en alto dibujaban en píxeles la última instantánea del paisaje incierto de un día que concluyó sin apenas iniciarse.
Y es que para la iglesia, como bien dice el refrán, no hay mal que por bien no venga.
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