Nunca he tenido muy clara la finalidad de las macro encuestas periódicas publican los organismos oficiales. Al principio, cuando no las leía, pensaban que estaban hechas para que los poderes pertinentes adaptasen las medidas futuras a las tendencias apuntadas en sus resultados o para que los periódicos llenaran algunos huecos de sus páginas.
Más tarde, cuando me percaté que las autoridades eran con demasiada frecuencia las primeras en saltarse a la torera sus advertencias, creí que quizás se publicaban sólo las positivas, para levantar el ánimo y la moral de la población, y se ocultaban las negativas para evitar efectos psicológicos adversos.
Ahora, que a veces las leo con detalle, he llegado a la conclusión de que lo hacen con la única intención de confundir y desmoralizar al ciudadano de a pie con la medición de unos ítems que pasan totalmente desapercibidos en nuestra vida cotidiana.
Y he llegado a tan nefasta conclusión porque el pasado día 13 al Ministerio de Sanidad y Consumo no se le ocurrió otra cosa que hacer públicos los resultados de la Encuesta Nacional de Salud de España (ENSE). Un instrumento, según el propio ministerio, ideado como instrumento para detectar y medir las desigualdades de salud, sobre todo en relación con el género y la clase social.
Y la verdad es que mi lectura no pudo ser más desalentadora, porque a medida que iba pasando los ojos por los resultados de los diferentes ítems yo me identificaba inmediatamente dentro de las lecturas más negativas. Fue tal el impacto que estuvo a punto de provocarme una depresión sin camino de regreso.
Para mí, la salud fundamentalmente consiste en sentirse bien o mal en general y la respuesta más habitual suele ser regular. Pero cuando leo que el 75% se declara poseedor de una buena salud, de manera automática empiezo a auscultarme el cuerpo en busca del mal que me afecta.
Y así se va sucediendo mi inclusión automática entre el escaso 26% de fumadores diarios que exponen sus pulmones al martirio del cáncer, del 7% de bebedores de alcohol que lo hacen con más frecuencia de la debida, para pesar de mi buen amigo Jack Daniels, entre los 9 de cada diez que no toman un desayuno completo a diario, lo que justifica mi endeblez endémica constante y entre el 15% de los que no se controlan nunca la tensión y el colesterol, para terror de sus arterias.
Si a todo esto le sumas que jamás me administro la vacuna antigripal, de ahí mi resfriado crónico, y que rara vez acudo a los servicios sanitarios, la pregunta derivada no puede ser otra que cuántos días me quedan de vida.
Menos mal que me salva el apartado del sobrepeso y la obesidad, ya que me incluyo entre los 4,5 de cada diez españoles que no los padecemos. Y la confirmación de que mi salud mental deja bastante que desear, aunque esto sea más bien dulcificante, ya que el 21,3% de la población adulta presenta riesgo de mala salud mental, siendo la tendencia claramente ascendente a medida que uno va envejeciendo.
Pero lo que más llamó mi atención fue la realización entre los chavales de 8 a 15 años del cuestionario Kidscreen para determinar la calidad de vida infantil en España. Resulta que someten a una muestra de jóvenes de dichas edades a una serie de cuestiones para explorar si en los últimos 7 días han estado en forma, se han notado tristes, se han sentido solo, si han podido hacer lo que ha querido en su tiempo libre o si se han sentido tratados de forma justa por sus padres. Y la sorpresa es que el índice de calidad de vida infantil determinado por el cuestionario de los cojones es del 61,8%, cuando el europeo es del 50%.
Así que la encuestita de marras le habrá puesto la moral por las nubes a la población adolescente de este país, pero lo que es a mí, y a otros muchos como yo, nos ha sentado como dos patadas en la barriga. Eso me pasa por leer lo que no debo.
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