De Molière. Adaptación de Fernando Romo y Ángel Facio. Con: Juan Morillo, Jesús Hierónides, Lidia Palazuelos, Ana Ruiz, Arantxa Orellana, Enrique Asenjo, Juan Antonio Olivares, J. David Fernández y Cesar Maroto. Dirección: Fernando Romo. Teatro Moderno, 18 de enero de 2007. [A propósito de la próxima representación de: "Las mujeres sabias', de Molière, los días 28 y 29 de febrero en la sala Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes de Madrid, dentro de la XIII Muestra de Teatro de las Autonomías.]
Lamento no estar de acuerdo con el recibimiento entusiasta que tributaba al espectáculo que subió ayer a las tablas del teatro Moderno la compañera de estas páginas de La Tribuna que firmaba la información sobre el mismo, ni compartir la larga serie de ditirambos que le propinó. Creo que el montaje tiene aciertos y desaciertos pero que en su conjunto es manifiestamente mejorable.
La obra, bien conocida, por otra parte, plantea cómo la hipocresía y la petulancia de Belisa, Armanda y Filaminta se interponen entre los enamorados Clitandro y Enriqueta y están a punto de dar al traste con su matrimonio, que salva, in extremis, una estratagema del alcahuete Aristo. El conflicto principal, pues, es bien sencillo y no había necesidad de complicarlo con la presencia de ese narrador (¿alter ego de Molière? ¿Intermediario, relator de los fragmentos textuales suprimidos?) que viene a enturbiar todo el desarrollo de la acción en lugar de clarificarla. Y es que las dramaturgias las carga el diablo y a veces sale el tiro por la culata.
La envoltura formal del montaje es en general atinada, destacando la iluminación y la escenografía, que reproduce de manera estilizada la arquitectura un tanto primitiva de los corrales de comedias, con sus dos niveles superpuestos y sus múltiples entradas y salidas que facilitan el deambular de los personajes y se aviene con la naturaleza y las exigencias de la acción; empero, a veces tenemos la sensación de aglomeración quizá por las exiguas dimensiones del escenario o por un inadecuado diseño del movimiento escénico.
El trabajo de actuación es asimismo meritorio aunque irregular; junto a brillantes hallazgos expresivos propios la poética de la farsa grotesca, hay momentos en los se cae en la más insufrible e innecesaria chabacanería. La farsa tiene sus propias reglas y un efecto cómico perseguido con esfuerzo a través de la míminca, la entonación o la gestualidad corporal se neutraliza, es más se vuelve en contra del actor y contra el trabajo de conjunto cuando se reitera abusivamente un gag, cuando se vocifera desmesuradamente perdiéndose toda posibilidad de matizar una réplica, o cuando se resuelve esa situación de manera precipitada permitiéndose la interferencia de un gesto inapropiado o de una palabra soez que convierten lo grotesco en una mera bufonada. Parecen más creíbles y más concienzudamente construidos los personajes femeninos que los masculinos y en su ejecutoria, tanto ellos como ellas, luchan denodadamente para remediar la falta de acción de la que la obra adolece, consiguiendo en muchas ocasiones superar este escollo; dentro de una aceptable tónica general, destaca quizá César Maroto, que presta a Chrysale una gran verosimilitud, humanizándolo y conjurando en todo momento la tentación del histrionismo, mediante la contención del gesto y una notable capacidad para interiorizar las emociones del personaje.
Un montaje, en fin, ambicioso que moviliza grandes dosis de esfuerzo y significativos recursos técnicos y humanos -es decir, económicos-, que a nuestro juicio no acaba de cuajar, aunque, es de justicia decirlo, el público asistente lo recibió con alborozo.
Recomendación: habría que fijar en lugar bien visible en el vestíbulo del teatro un rótulo que dijera: Se ruega puntualidad. No se permitirá la entrada en la sala cuando el espectáculo haya comenzado. Y cumplirlo, naturalmente, para no asistir al lamentable espectáculo de la otra noche.
Gordon Craig.
19-I-2007.
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