Recuerdo un relato de García Márquez en el que unos niños, encerrados a cal y canto en un frío piso de Madrid, jugaban a navegar por la luz. Desconectaban los enchufes y la luz se desbordaba en haces fluidos desde los cables pelados y lo inundaba todo, sacando las cosas a flote.
Los niños, en sus barcas de plástico con remos, se dedicaban a recorrer como piratas bravíos los recónditos rincones del piso, navegando sobre las olas de la luz con pulso firme por los desfiladeros de los pasillos.
Luego, como el manantial incansable de los enchufes no se agotaba de vomitar luz a raudales, el nivel del océano lumínico iba ascendiendo hasta que se desbordaba. Y, entonces, los niños con sus barcas de plexiglás se desbarrancaban por las ventanas, a lomos de cascadas vertiginosas de luz que rompían en mitad de las calles comenzando la invasión luminosa, la conquista inverosímil.
Me supongo que aquellos niños que narró, como sólo él sabe, García Márquez debieron sufrir un éxtasis similar al de Kristen Taylor, una americana que también tenía la fea costumbre de estimularse, junto a su marido, a través de la luz.
El matrimonio Taylor, Kristen y Toby, utilizaba la siempre saludable práctica de la estimulación mediante el voltaje, la corriente eléctrica para que nos entendamos.
Con el fin último de desatar sus más instintivos deseos animales, y con su consentimiento, conectó un cable eléctrico al cuerpo de su mujer y luego lo enchufó en una toma de corriente, que tenía un mando para encenderlo y apagarlo. Y, claro, Toby accionó el botón.
Y debió parecerle, al muy jodido, que su esposa se excitaba como jamás antes, porque, cuando acudió la policía para retirar el cadáver, se excusó con que había sufrido una descarga mientras se secaba el pelo. Eso sí, después lo confeso todo ante un forense que flipaba en colores y los agentes que lo detuvieron.
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