Hace poco más de un mes, me congratulé en este blog, y creo que tú también te alegrarías por ello, de la aprobación en el Senado de la ley de armas que impide que se vendan armas de fabricación española a países o Estados que no respetan los Derechos Humanos.
Hoy defiendo aquí, y trato de convencerte de ello, la necesidad de la ampliación de la aplicación de dicho concepto a los demás ámbitos de la vida que competen a una sociedad democrática.
El Estado de Derecho se caracteriza porque garantiza el respeto de los derechos humanos en su marco de actuación. Es su seña de identidad, su pabellón más visible desde la lejanía y el paraguas bajo el que nos cobijamos todos los que queremos vivir en paz y en libertad.
Exigir la extensión del mismo rasero a Estados con los que mantenemos otro tipo de relaciones, ya sean políticas, mercantiles o del tipo que sean, no es sino aspirar a universalizar la democracia y su protección de los derechos fundamentales, es decir, aplicar el espíritu intrínseco de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU y apostar con firmeza por la democracia como sistema de convivencia idóneo para la humanidad.
Y debemos comenzar a aplicar ese criterio con especial asepsia en nuestra propia casa, es decir, con aquellas organizaciones que se alimentan del mismo Estado que garantiza la protección de los derechos en sus leyes, pero que en sus fueros internos mantienen actitudes contrarias a que los mismos se hagan efectivos.
La principal de ellas, por la cuantía de las cifras, es la iglesia católica, que gracias a su acuerdo de financiación con el Estado español se nutre de las arcas públicas, y esto no supone impedimento para que sea una organización que no respeta ni los derechos humanos ni su universalidad. Baste decir que de los 103 convenios internacionales sobre derechos humanos, la Santa Sede sólo ha suscrito diez, bastantes menos que países como Cuba, China, Irán o Ruanda.
Comenzando por la marginación ancestral a la que somete a las mujeres y terminando por la discriminación por cuestiones de sexo, religión, opinión política o de cualquier otra índole. No hace falta cultivar una memoria de elefante para rememorar bastantes violaciones en tal sentido en su funcionamiento interno sin esfuerzo. La prueba más evidente de ello es que en la iglesia la verdad religiosa se antepone a los derechos de las personas.
Abogo aquí por que se suspenda dicho trato de privilegio con una organización que alienta ese tipo de carencias, por higiene democrática, ya que el hecho de que un acuerdo así se mantenga es también una clara discriminación hacia otras confesiones que deslegitima a la democracia misma. Una especie de ley de almas que termine con sus prebendas ancestrales de una vez y consiga hacerla plantar los pies en el suelo de la verdadera realidad.
Esperemos que nuestros legisladores no tarden en abordar el tema, por el bien de nuestra joven y esperanzadora democracia y extender este tratamiento selectivo a cuantas confesiones y organizaciones no garanticen el respeto a los derechos básicos sobre los que se ha fundamentado la evolución de las sociedades modernas.
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