Visitar el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC) exige un desplazamiento. Hay que salirse de los círculos habituales en los que radican la vida y la cultura en Sevilla. En una de las capitales esenciales del barroco, no basta con militar en esa sesgada minoría que se interesa por la unión de ese sustantivo y ese adjetivo tan controvertidos («arte» y «contemporáneo»), sino que hay que asumir también la escapada a la periferia física.
Ubicado en el Monasterio de Santa María de las Cuevas, para llegar hasta él hay que cruzar el río, la espina simbólica que atraviesa la capital andaluza. Y hay que cruzarlo hacia la margen más despoblada y prosaica, la Isla de la Cartuja, un territorio todavía en deuda con la memoria del ciclón que supuso la Expo’92.
El paseo merece la pena, pero hay que tener buenas piernas (esa condición que tanto valoraba Pasolini: «bisogna essere molto forti / per amare la solitudine; bisogna avere buone gambe»). Una vez allí, lo suyo es echar la tarde (o la mañana) recorriendo los recovecos de este magnífico Monumento Nacional que ha sido ermita, convento y monasterio, retiro monárquico, cuartel napoleónico y fábrica de loza y de cerámica, entre otras cosas, antes de ser destinado a su uso actual. Fue rehabilitado para la Expo y desde 1997 alberga al CAAC.
El recinto conserva la estructura y las formas del monasterio cartujo original (del siglo XV), con una iglesia gótica, un hermoso claustrillo mudéjar y otras dependencias que se han ido construyendo o reformando en épocas posteriores. Dos símbolos sobresalen en la iconografía del lugar: los hornos cónicos junto al claustro grande, levantados durante su esplendor alfarero (en la primera mitad del XIX), y el ombú que puede visitarse en los jardines. Dice la leyenda que lo plantó Hernando Colón, hijo del almirante Cristóbal.
El CAAC habita la mayor parte de los espacios del monasterio. Sus exposiciones se despliegan en las estancias destinadas en otros siglos al culto, al retiro o a la fabricación de cerámica. Eso incluye los patios, donde en verano se celebra su programa nocturno de proyecciones y conciertos, y las zonas verdes, como la huerta, que aloja entre naranjos y cipreses intervenciones puntuales.
Si el continente bien vale una visita, el contenido del CAAC intenta compensar hacia la vanguardia la oferta cultural de una ciudad prestigiada por su tradición. Y a veces lo consigue. Sobre todo cuando conecta con otras dinámicas locales de agitación cultural de raíz extraoficial. O cuando acierta con el equilibrio entre aventura y pedagogía que todo centro público de arte contemporáneo debe manejar.
Eso último ocurre ahora con la exposición ‘Máquinas de mirar’, principal propuesta del centro hasta el 10 de enero de 2010. A partir de la relación del arte contemporáneo con la prehistoria del cine, liga contenidos de dos naturalezas distintas: obras realizadas a partir de los años setenta del siglo pasado por 45 artistas internacionales junto a objetos, materiales e instrumentos que documentan esa larga estación de la historia de la representación que llamamos «pre-cine», los sucesivos intentos de reproducir la imagen animada en la carrera que tiene su meta convencional en el cinematógrafo de los Lumière.
Entre las primeras, encontramos obra de artistas tan distintos como, por ejemplo, Regina Silveira, Giulio Paolini, Hans-Peter Fieldmann, Rodney Graham, Sigmar Polke, Robert Smithson o Pippilotti Rist. Hay pintura, fotografía, otra obra gráfica en distintos formatos y soportes, instalaciones, vídeo... Todo ello tiene en común la referencia a la mirada, a sus mediaciones o sus trampas, a lo que el acto de mirar tiene de elaborado o de instintivo.
Los materiales pre-cinematográficos corresponden a la colección del cineasta experimental alemán Werner Nekes. Junto al divertido inventario de artilugios y cachivaches de nombres fabulosos (zoótropos, juguetes sediciosos, caleidoscopios, fenaquistiscopios...), hay algunas pequeñas joyas que pueden pasar más desapercibidas, como dos grabados de Athanasius Kircher, pensador alemán al que se le considera inventor de la linterna mágica, uno de los precedentes más directos del cine.
Más allá del disfrute nostálgico que puede aportar el recorrido por estos antepasados de nuestras actuales «máquinas de mirar», la exposición ambiciona desarrollar «una reflexión sobre cómo se construye la mirada, sobre las condiciones y características específicas que determinan la creación de imágenes artísticas», según explica su catálogo.
‘Máquinas de mirar’ se complementa además con otras dos exposiciones del CAAC que coinciden temporalmente con la primera: ‘Dispositivos ópticos. La arquitectura como trayectorias de la mirada’ y el proyecto ‘Akibiyori’, de Simón Zabell. Y cuenta con un programa educativo (talleres, visitas comentadas y un seminario), itinerarios guiados y hasta un espectáculo de ilusionismo que tendrá lugar todos los domingos de noviembre.
Un buen plan para acercarse a la Isla de la Cartuja y disfrutar tanto con este cruce de miradas que plantean las obras ahora expuestas como con el cruce de lenguajes y huellas que se esconden tras cada rincón del monasterio alfarero.
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