Sorpresa mayúscula. No le dieron los Juegos Olímpicos a Chicago, pero le ha tocado el Nobel de la Paz, como a Martin Luther King, a la Madre Teresa de Calcuta o al Dalai Lama. Nueve meses como presidente de EEUU le han cundido suficiente como para convencer al jurado de que sus "esfuerzos extraordinarios por crear un clima nuevo para la política internacional" deberían ser recompensados. Ya advirtió Jesucristo en el Evangelio cómo distinguir a los falsos profetas de los auténticos: "por sus obras les conoceréis". Igual no es preciso un currículum extenso, basta con la capacidad para devolver la fe.
No ha necesitado materializar las esperanzadoras palabras que ha lanzado al mundo, ni dejarse la piel en el intento por mejorar la vida de sus semejantes. El principal mérito de Obama ha sido el de generar la esperanza de que un hombre podía cambiar la tendencia autodestructiva de Occidente. La política internacional de su predecesor en el cargo, George Bush hijo, resultó tan bélica y tan ligada a poderosos intereses económicos, que el simple hecho de retomar el camino del diálogo en la resolución de conflictos ha sido recibido como el maná.
El mismo Barack se sabe un personaje histórico y como tal actúa. Sin embargo, también es consciente de que aun no ha entrado a fondo en la solución de los problemas que aquejan ese maltrecho mundo que le mira con tanta fe. Así lo reconoció en su discurso ante la ONU en septiembre: "Hemos pedido en palabras y en acciones una nueva era de compromiso con el mundo. Éste es el momento de asumir nuestras responsabilidades para responder a los retos globales".
Para entonces ya había desplegado todas sus armas de seducción con los líderes de Oriente Medio. Su naturalidad, calidez y soltura en el cuerpo a cuerpo dieron como resultado cómplices imágenes con el rey Abdalah de Jordania, con el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, con el presidente palestino Mahmud Abbas, con el rey Abdulah de Arabia Saudí y con el presidente egipcio Hosni Mubarak. Aunque el punto álgido fue el discurso que dirigió al mundo árabe desde la Universidad de El Cairo. El pasado mes de junio Obama rebajó la tensión insoportable entre Estados Unidos y el pueblo musulmán, que estaba expectante desde que el nuevo dirigente tomó el poder. "La situación de los palestinos es intolerable", una frase para despertar más que la simpatía del auditorio. Su postura contraria a la guerra de Irak dotaba de credibilidad un mensaje que él mismo sabía que no podía ser interpretado más que como una declaración de intenciones: "Reconozco que estos cambios no ocurrirán de la noche a la mañana. Ningún discurso puede erradicar años de desconfianza". Obama tampoco ha ocultado nunca que su oposición a la invasión de Irak la facilitó el hecho de que en 2002, año en que se votó en el Congreso norteamericano, él no era senador, con lo cual desconocía los informes de inteligencia y sólo se limitó a contestar en varias entrevistas cuando le preguntaron.
A pesar de su voluntad conciliadora, el ya premio Nobel de la Paz 2009 tiene dos guerras abiertas y preside uno de los países más belicosos del planeta. Ahora mismo se debate en el Congreso y dentro del Gobierno sobre qué hacer en Afganistán, tras ocho años de guerra y mientras se prepara la retirada de Irak. Sin duda, la confianza que el jurado deposita en sus buenas intenciones pesará en la decisión de reforzar o no la presencia militar para acabar con los talibanes. Otros dos políticos estadounidenses galardonados con el premio, Henry Kissinger —secretario de Estado con Nixon y Ford (1973-1977) que lo compartido en 1973 con Le Duc Tho, quien lo rechazó, por los acuerdos para acabar con la guerra de Vietman— y Jimmy Carter —presidente (1977-1981), que lo recibió en 2002—, habían tenido multitud de ocasiones para retratarse y la foto no era más bonita que la que promete protagonizar Obama.
Aunque su candidatura al Nobel se entregó sólo once días después de haber sido nombrado presidente, ya que el plazo acababa el 1 de febrero, es evidente que en los nueve meses de Presidencia ha logrado no defraudar demasiado. Incluso con los problemas internos que le está creando el cierre de Guantánamo, la reforma del sistema sanitario y la lenta recuperación económica, es un personaje estimulante que no ha quebrado la ilusión con que fue recibido. El premio 'a la promesa' no debería interpretarse como un inmerecido regalo o un espaldarazo innecesario. En realidad, compromete al presidente a sopesar y a medir con científica precisión cada uno de sus actos. Un contrato que Occidente le extiende para que rubrique y garantice que no va a dar ningún traspiés.
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