GUATEMALA.- Juan busca la forma de llegar desde Jocotán, uno de los 11 municipios pertenecientes al departamento de Chiquimula, al sur de Guatemala, a Lajas, a la aldea en la que vive con su esposa y sus cuatro hijos. El viaje a la ciudad en una camioneta colectiva —en la que tendrá que ir de pie en la caja con otra veintena de personas— cuesta tres quetzales, unos 25 céntimos de euro. Pese a lo absurdo que pueda sonar desde aquí esta cantidad, él no puede gastarla, necesita ahorrar: tiene que comprar unos uniformes para sus dos hijos mayores y no tiene trabajo.
Poco antes de hacer estas cuentas, cálculos y estrategias sobre su ruta, salía de clase. A sus 28 años está terminando Tercero Básico, el último curso que le dará acceso a una formación para encontrar un buen trabajo. Baraja la posibilidad de estudiar Magisterio o Auxiliar de Enfermería. Ambas le gustan, pero el coste de los estudios y la duración le están haciendo decantarse por la última: sería sólo un año, aunque aún tiene dudas sobre cómo lo financiará. Lo que tiene claro es que tras ese año podría darle una vida mejor a su familia.
En las Lajas, al final de un sendero flanqueado por densa vegetación, su mujer prepara unas tortillas con el maíz de la última cosecha en la cocina de adobe. Maíz y frijoles son la dieta básica en estas aldeas que carecen de servicios básicos. Hoy sólo habrá maíz en la comida. Mientras custidia al pequeño de la casa entre sus brazos al tiempo que termina las tareas del hogar, los niños mayores juegan y corretean descalzos. Su hija no ha salido de la escuela todavía.
Juan regresará para comer sobre las tres de la tarde. A esa hora, normalmente él corta leña en la nueva estancia que está construyendo anexionada a la casa y su mujer sale a buscar Quilete, una hierba que hervida se come con las tortillas y al menos le da un poco de sabor a la única comida que realizarán en el día. Entre chapas metálicas para el tejado y herramientas, su hijo mayor, de diez años, recoge la madera desmenuzada y la lleva a la cocina. La comida está casi lista: el humo va tiñendo de negro el barro de las paredes y las hojas secas de palmera entretejida, que hacen las veces de techo.
En la casa de adobe las habitaciones tienen múltiples usos. Un tercera estancia, junto a las otras dos, sirve de dormitorio, pero también almacena herramientas agrícolas. En los quicios no hay puertas, tampoco en las paredes ventanas, sólo pequeños huecos que dejan pasar algo de luz. El baño está fuera, sin un sitio determinado. En el porche, un diploma de estudios muestra orgulloso el nombre de Juan a quien entra en la casa. Se escuchan rumores de transistor, la conexión con un mundo exterior tan cercano y lejano a la vez. Su funcionamiento se administra para no malgastar las pilas que una vez agotadas se arrojarán fuera de la casa con algún otro resto de basura que se quemará. Porque donde no hay carretera, tampoco hay servicios, ni luz, ni saneamiento. El agua que llega viene de la montaña, donde se recoge y se canaliza sin ningún control sanitario.
Un pequeño campo de cultivo robado a la ladera, con una tierra cada vez mas yerma y erosionada, produce el maíz justo para subsistir una parte del año, y algo de frijoles. El resto del tiempo administrarán el jornal ganado en los meses de diciembre, enero y febrero en los campos de café. Unos diez quetzales diarios, menos de un euro, para alimentar a esta familia de seis personas. No habla de cuál fue su desayuno o cual será su cena, agacha la cabeza con vergüenza para no reconocer que el almuerzo será la única comida del día, y empieza a comer mientras su familia mira atenta y espera su turno. Las mujeres las últimas.
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