Desde que Grimod de la Reynière instaurara el moderno oficio de cronista gastronómico, todos los gremios relacionados con la manduca y el bebercio han evolucionado que no veas. El homo sapiens occidental es un bicho curioso, vicioso y caprichoso, pues a pesar de soportar puñado de guerras, hambruna y todo tipo de precariedades en los últimos siglos, se las ingenió siempre para reconstruir colmados, poner en marcha obradores, fogones, almazaras, bodegas o lo que terciara. Después de petardazos y bombazos tocó siempre arrimar el hombro y levantar los negocios creados por tíos, padres, abuelos y tatarabuelos; la Borgoña invadida por los nazis se las ingenió para salvaguardar sus viñedos y viejas añadas almacenadas bajo tierra; las mejores panaderías guardaron a buen recaudo sus moldes, recetarios y levaduras para seguir horneando tras la contienda; los chocolateros escondieron sus habas de cacao, los estanqueros sus mazos de tabaco, los charcuteros sus prensas de jamón y embutido. Y vuelta a empezar.
Cuando las hogazas salen de los hornos, el vino se embotella, el fiambre se trocea, los quesos salen de las cuevas y las jaleas bailan el son en la cazuela, surgen como setas, los temidos críticos gastronómicos de variado perfil; haberlos, los hubo educados, cautos y precisos, sí, mezclados con gorrones, tripones, zafios, burlones, jetas, puteros, mamones, resabiados o ramplones, pero de carne y hueso a fin de cuentas, que abren boca y mastican primero antes de opinar.
Son otros tiempos, el oficio se extingue y la crítica surge hoy por generación espontánea, pues cualquiera puede, afortunadamente, convertirse en editor de un blog y liarla parda escribiendo sobre manduca y vinos, con mejor o peor fortuna, medios o estilo, aunque muchos ejerzan el oficio sin salir de casa y ayudados por las agencias de prensa que bombardean con sus sorprendentes comunicados repletos de originalidades. Hasta hace bien poco, el oficio de cronista lo ejercían médicos, abogados, letrados o juristas, cuidando la escritura y ocupándose por afición de la reseña gastronómica en prensa, vaciando botellas, viajando, disfrutando, pateando y aprendiendo con la servilleta anudada al cuello, bajando al huerto o a la viña, al fogón y a la parrilla, pringándose los morros y chutando en la calle, que es donde se aprende con criterio.
El 'copia y pega' está a la orden del día, doy fe. Desde que escribo en prensa, mi buzón escupe correos electrónicos descacharrantes a propósito de vinos, corchos, conservas, chefs, embutidos y aulas de cata. El asedio no tiene fin, a cualquier hora de la noche y el día se entera uno de cómo cuidan de su línea y su bolsillo en la carta de 'Saratoga Taberna', de las intenciones del bodeguero australiano que mostrará sus vinos en Barcelona, de la llegada de un novedoso formato de envase para el verdel en escabeche, del aterrizaje del sistema pick-up que impide derrames guarros en la sangría embotellada o de un jamón, que este año, nos lo empaquetarán en revolucionario estuche con tapa levanta-saca-quita-y-pon.
Todo bien doblado, envuelto y puesto mono por escrito para que la presa muerda anzuelo y caiga al foso, información lista para calentarse en microondas y ocupar su espacio, servida con sus fotos, bien masticada y blanda, como las croquetas pedigrí-pal para perros. No hay semana que no tropecemos con todo este golferío que convierte el sucedido gastronómico en pura fantochada.
Confíen de la opinión de aquellos que mastican o tragan antes de componer sus crónicas y pártanse la caja de los divulgadores cantamañanas que copian y pegan en vez de bucear entre sofritos y salsas.
El bueno de Grimod estableció las primeras reglas fundacionales de su oficio ejerciendo de ideólogo consciente y eficaz, comprendiendo antes que nadie hasta qué punto era necesario pringarse con estilo y savoir vivre, para instalarse en la crónica gourmande honesta y divertida.
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