SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).- "Esa tarde él no vino a casa y decidió quedarse en el cuartel. Llegó sobre la media noche y subió sin pasarse por la garita de los compañeros que hacían guardia, como era su costumbre. Yo estaba ya en la cama, tumbada con la niña pequeña, que sólo se quedaba dormida conmigo. Entró en el dormitorio y fue directo a coger su arma del armario. Yo le pregunté si pasaba algo. 'No, no pasa nada', me dijo, y salió. Me levanté detrás de él, pero se metió en la cocina y, entonces, pasó todo..."
Eva Pato conoció a José Santos a finales de 1978, cuando la Policía comenzó a admitir a mujeres. Ella quería ingresar en el Cuerpo y se animó a echar la solicitud junto a unas amigas en San Sebastián, donde vivía. El chico que recogía los papeles era José, con el que comenzó a quedar a la salida de su turno. Aunque ella no tuvo suerte en su propósito de vestir uniforme, encontró a cambio el amor de su vida, con el que se casó al poco tiempo y tuvo tres hijos.
Pero la familia estaba condicionada aquellos años 80 por el terrible zarpazo del terrorismo contra los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. "Caían por decenas. Entre los asesinados de 1979 y 1980 había varios compañeros de José y amigos de la cuadrilla con la que solíamos salir. Eso le hizo mucho daño, y le convirtió en un hombre más temeroso y, aunque él no se escondía, sí que intentaba pasar desapercibido", recuerda Eva. Esta mujer menuda, de ojos vivos y fortaleza envidiable, también tuvo que ocultar en el trabajo la profesión de su marido, y explicarle a los niños que en el colegio era mejor que dijeran que papá trabajaba en una oficina.
"El remate a su situación de angustia se produjo en noviembre de 1990. Fue entonces cuando fuimos a vivir a las casas de la Policía en Pasaia. La primera noche allí nos pusieron una bomba, fue la bienvenida de los terroristas", recuerda. La niña pequeña tenía pocos meses, el mayor diez años y el segundo, seis. La situación volvió a repetirse al poco tiempo. "Él ya estaba haciendo labores de mantenimiento de seguridad en los edificios de viviendas. Nunca podré olvidar la imagen de esos hombres arrancando con sus manos los escombros para desenterrar lo que creían que era un bebé y resultó al final ser una muñeca".
Bombas, amenazas, hostilidad ciudadana. "Pero nada como la muerte de Coro Villamudria en abril de 1991. La chica de 17 años era hija de un compañero de mi marido y murió al estallar una bomba lapa adosada en los bajos del coche de su padre, cuando iba a llevarla, junto a sus tres hermanos, al colegio. José comenzó a temer por la seguridad de nuestros hijos: dejó de llevarles a la escuela, de ir a casa de familiares, de salir con los amigos... Era otra persona". Eva trató, de todas las formas posibles, saber qué le estaba pasando a su marido, y finalmente le convenció para que fuera al médico. Fue el 14 de enero de 1994 y la doctora, amiga de la familia, encontró a José muy mal y le dio cita con el psicólogo y una baja para que entregara a sus superiores.
La escena que Eva describe al principio sobre la fatídica noche se repite todos los días en su mente. "Tendré grabado para siempre el sonido seco del disparo, el estruendo del cuerpo, como un mueble pesado, cayendo sobre el suelo de la cocina... Intenté que los niños no vieran nada, pero cuando bajé a pedir ayuda a los compañeros, los dos niños —de trece y siete años— entraron y ayudaron a su padre para que no se ahogara con la sangre". No pudieron hacer nada. José Santos Pico sabía dónde darse el tiro para no fallar, acababa de quitarse la vida con su propia arma, "pero quien realmente le empujó a dispararse fue ETA. Fueron los terroristas quienes le mataron día a día hasta aquel momento en el que ocurrió todo", dice Eva.
Al poco tiempo de que se suicidará José, otro compañero de la misma promoción se pegó un tiro en aquellos mismos edificios, dejando viuda y dos hijos. Eran agentes de los 'años de plomo', de la muerte casi diaria que dejaba ETA, y del abandono institucional; del acoso de los pueblos donde patrullaban y de la indiferencia del resto por su sufrimiento. Los expertos lo han denominado como 'síndrome del Norte', aunque las autoridades y mandos prefieren no reconocerlo.
Uno de los primeros casos de este 'síndrome' que saltó a luz pública fue el del sargento Julián Carmona. El 15 de septiembre de 1982, Carmona acababa de enterrar a cuatro de sus compañeros muertos en un atentado en Rentería. Se estaba comiendo un bocadillo que dejó para coger el arma de un compañero y, en presencia del general Félix Alcalá-Galiano, se pegó un tiro en la sien. Por aquel entonces, el psicólogo Juan Antonio Gil trabajaba ya en el Ministerio del Interior y comenzaba a oír hablar del 'síndrome del Norte'. Con los años ha profundizado más en este asunto. "No se trata de un concepto científico, sino del nombre que se da a un conjunto de signos y síntomas basados en su frecuente ocurrencia", explica Gil.
Este psicólogo ya retirado, que colabora voluntariamente con la Asociación Unificada de Guardias Civiles, distingue tres claras etapas en la evolución del síndrome: antes, durante y después de estar en el Norte. "En los años setenta y ochenta, socialmente, en Euskadi había un sentimiento muy extendido de que los agentes iban a ocupar un territorio ajeno. Es importante tener en cuenta, por tanto, la propia personalidad del sujeto que se destina a esa zona: si es introvertido o extrovertido —el psiquiatra suizo Jung apunta a que los primeros tienen más problemas de adaptación al entorno—; sus niveles de tolerancia al estrés; la visión filosófica que tienen de la vida y de su profesión; su preparación para vivir en aislamiento; o conocer su sentimiento de recompensa, es decir, qué van a obtener a cambio del sufrimiento recibido".
Una vez allí, comienzan los trastornos adaptativos. "Hay una reacción de alarma constante ante la hostilidad y la violencia. Se va generando muy rápidamente un sentimiento de agotamiento, con una fase de depresión donde aparece la sensación de inutilidad: el sujeto comienza a pensar que allí no tiene nada que hacer", apunta Gil. Pero, como en el caso de José, el psicólogo coincide en apuntar que el factor que más afecta es, sin duda, la pérdida de conocidos. "El entorno se deteriora de manera rapidísima cuando se ve afectado un compañero o un familiar y se produce el temor a ser el siguiente". Muchos logran salir de allí, consiguen otro destino, y es cuando aparece la tercera fase: "el estrés postraumático, con constantes recuerdos de lo vivido, en forma de pesadillas, trastornos o reacciones en la vida real como si todavía estuviera viviendo en el País Vasco. Por ejemplo, cuando ocurre un nuevo atentado y lo ven por televisión".
Juan Antonio Gil sabe, por propia experiencia, que ahora existen menos problemas para que los agentes acudan a pedir ayuda a los primeros síntomas. Pero, a principios de los 90, ir al psiquiatra era un tema tabú. "Muchos compañeros me dijeron después de que José se suicidara que le habían visto muy raro, introvertido, pasota. Yo pienso que esas cosas se intuyen, y más entre amigos de promoción que se conocían desde hacía más de veinte años", recuerda Eva. "El problema es que, además, las autoridades y los superiores se niegan a reconocer este drama". Ella sabe de lo que habla. "A los jefes se les hace el corazón muy duro. El día que fui a recoger la medalla blanca al mérito policial, que le habían concedido a mi marido antes de morir, uno de sus superiores, al que le expliqué mi intención de conseguir el reconocimiento como víctima del terrorismo, me dijo que lo que tenía que hacer era coger a mis hijos y marcharme al pueblo. Pero, mal que le pese a él, yo me he quedado en mi pueblo y luchando por mis hijos".
Desde aquel 14 de enero de 1994, Eva ha movido Roma con Santiago para que se reconozca legalmente a su marido como víctima del terrorismo. "He llamado a decenas de despachos, y de palabra todo el mundo me reconoce esa situación. Pero se resisten a recogerlo en las leyes". A mediados de los 80, en el departamento de Corcuera se comenzó a elaborar un 'Libro blanco' sobre esta cuestión, que acabó en un cajón sin publicarse.
Ahora Eva, que pertenece al Colectivo de Víctimas del País Vasco (COVITE), dedica todos sus esfuerzos a conseguir que se incluya a los afectados por el 'síndrome del Norte' —unos 15.000, según cálculos internos de las asociaciones de Policía y Guardia Civil— en la futura ley de víctimas del terrorismo. Ella, que se considera una 'mosca cojonera' en este asunto, no decae en su esfuerzo diario. "Cada vez que hay un relevo en la cúpula policial pido audiencia para ponerles al corriente del caso y que no se escuden en el desconocimiento. Sólo hay una puerta a la que no he llamado: la del presidente Zapatero. No sé cómo hacerle llegar mi historia de manera directa". La invitación está hecha.
"Necesito seguir mi vida y plantearme nuevos objetivos —reconoce Eva Pato, que prefiere ocultar su rostro ante la cámara fotográfica, porque aún tiene miedo al rechazo de alguien en su ciudad, o a que señalen a sus hijos—. A veces, cuando paseo con alguna amiga por San Sebastián, le comentó medio en broma, que yo aún sigo en la treintena, que de esa edad no me he movido. Y, mirándolo fríamente, es cierto. Han pasado quince años, pero en muchas cosas me he estancado en aquella noche en la que ocurrió todo. Pero sé también que algún día avanzaré todo de golpe. Creo que me lo merezco".
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