SAN SEBASTIÁN (GUIPÚZCOA).- Caty no había pisado en sus veintiocho años el País Vasco, pero había oído, de boca de su hermana, maravillas de aquella tierra de bosques frondosos, montes verdes y días de permanente lluvia. Un mundo completamente distinto a la seca y soleada Medellín, en el corazón de Badajoz, donde daba clases particulares. Alfonso había salido de aquellas tierras hacía ya treinta años, pero regresaba cada verano para ver a la madre. El agosto de 1990 unió la vida de estos dos extremeños en una historia de amor que sólo rompieron las balas de ETA.
A veces los flechazos suceden, sin importar la diferencia de edad, las convicciones religiosas de la familia o la distancia. A Caty Romero y Alfonso Morcillo les ocurrió. Aquel curso 89-90, los dos hijos de Alfonso habían tenido algún problema con las notas y él decidió mandarles al pueblo a estudiar. Al final de agosto, tal y como habían acordado, el padre de los chavales apareció para pagar las clases. "Yo me quedé prendada de él. No sé lo que nos atrajo, pero me invitó a pasar unos días en San Sebastián y a la semana de estar allí me pidió que me quedara". Los ojos de Caty siguen con un brillo especial, ese con el que seguro lanzó la noticia en casa, en una familia "tradicional y muy católica, donde no sentó muy bien que me fuera a vivir con un hombre separado y que me sacaba ocho años".
Alfonso llevaba tres décadas en el norte. Junto a su madre había salido de Extremadura a mediados de los sesenta. Como tantos extremeños, andaluces o gallegos, contribuyó decisivamente a levantar la economía vasca. Pero a Morcillo lo que realmente le gustaba era patear las calles de San Sebastián con el uniforme azul que vestía la Policía Municipal. Llevaba más de quince años dedicado a la seguridad de los donostiarras, controlando la delincuencia juvenil, el trapicheo de drogas o protegiendo a las mujeres maltratadas. Había llegado a ser suboficial de la Guardia Urbana y era "el mejor hombre del Cuerpo", en palabras del alcalde Odón Elorza.
Recién llegada a una ciudad completamente desconocida para ella, la vida de Caty giraba en torno a quien en poco tiempo se convertiría en su marido. Los primeros meses los ocupó participando en un programa social de la Kutxa (caja de ahorros de Guipúzcoa) con jóvenes conflictivos, del que acabó muy quemada. El círculo de amistades se limitaba a los compañeros de Alfonso —a los que ayudaba a preparar oposiciones— y a las mujeres de éstos. "Pero yo era muy feliz a su lado y lo demás no tenía importancia".
Por aquel entonces, Caty ya sabía que su marido no sólo estaba preocupado por la seguridad ciudadana, por cuadrar bien los turnos de los compañeros y por convertir su ciudad en un sitio mejor. En la cabeza de Alfonso se había instalado la obsesión por destapar a los hombres que vistiendo el uniforme oficial de policía municipal también hacían 'horas extras' pasando información a ETA sobre posibles objetivos. "Se sospechaba que había 'topos' etarras dentro de la Guardia —como quedó demostrado posteriormente con varias detenciones— y que la organización criminal aprovechaba las instituciones democráticas precisamente para acabar con ellas. Por aquel entonces, Gregorio Ordóñez, que era teniente de alcalde y parlamentario en Vitoria, lo sacó a la luz, justo cuando Alfonso estaba realizando una investigación interna. Enrique Nieto, jefe de la lucha antiterrorista en Guipúzcoa también tenía sus sospechas", señala Caty. ETA se encargó, en poco menos de diez meses, de demostrar que los tres trabajaban en la buena dirección y los asesinó.
Aquella mañana del 15 de diciembre de 1994, Lasarte-Oria, una pequeña localidad a ocho kilómetros de Donosti, amaneció empapada con el típico sirimiri. Alfonso se había levantado a las siete de la mañana y, con cuidado para no despertar a su mujer, salió en silencio de casa una hora después. "A los quince minutos de irse sonó el telefonillo y pensé que se habrían equivocado. Yo apenas conocía gente en el barrio y él era un hombre muy atento, y si se había olvidado algo estaba segura de que, antes de molestar, subiría los cuatro pisos de nuevo", recuerda mientras hablamos en la sede de COVITE, donde ahora trabaja. El interfono volvió a sonar y a la tercera decidió descolgarlo. "Al otro lado, una persona me dijo que bajara, que mi marido estaba mareado en el suelo. Bajé corriendo, con el pijama puesto y un anorak para resguardarme de la llovizna. Justo debajo de la ventana de mi habitación me lo encontré tumbado, al lado de la salida de un garaje. Creía que se había tropezado con el bordillo y se había dado un fuerte golpe en la cabeza, porque estaba en medio de un enorme charco de sangre".
Allí tirada en la acera, cogida a la mano de su marido, permaneció durante unos veinte minutos. Nadie de los que pasaban por la calle, se asomaban a las ventanas o se arremolinaban en torno a la pareja se acercó a ayudar. Los efectivos de la Cruz Roja y de la Ertzaintza atendieron a Alfonso y a Caty y los trasladaron a cada uno en una ambulancia a la Residencia Nuestra Señora de Aranzazu. "Esa clínica estaba a tres minutos de mi casa, pero yo veía que mi ambulancia iba muy lenta. Claro, estaba hecho con la intención de que no coincidiera con mi marido en la entrada. Al llegar me encontré en la puerta a Odón Elorza, a Gregorio Ordóñez, Mikel Gotzon Santamaría, jefe de la Policía Municipal... Allí me comunicaron que Alfonso había sufrido un atentado de ETA y acababa de morir en el traslado".
Lo que había ocurrido en aquel portal de su domicilio lo supo tiempo después. Un joven, pero ya curtido etarra, Francisco Javier García Gaztelu, alias 'Txapote', protagonizó su 'bautizo' de sangre descerrajando un tiro en la nuca de Alfonso. En el atentado también participaron Valentín Lasarte y José Ramón Carasatorre. Los dos primeros ya han sido juzgados y condenados por éste y otros crímenes (Ordóñez, Múgica, Miguel Ángel Blanco, Enrique Nieto...) y el tercero se encuentra preso en Francia.
Pero aquel 15 de diciembre Caty sólo sabía que había perdido al hombre de su vida y que estaba sola en una tierra ajena. Entonces le vinieron a la memoria las palabras tantas veces repetidas por su padre: "el norte es una zona peligrosa y violenta". Ocho horas tardaron sus padres y su hermano en recorrer los casi ochocientos kilómetros entre Medellín y San Sebastián en un R5. Llegaron cuando ya habían instalado la capilla ardiente en el Salón de Plenos del Ayuntamiento, por donde desfilaron las autoridades municipales y el entonces consejero de Interior vasco, Juan María Atutxa, "a quien yo reconocí allí, públicamente, su valentía y su dedicación. Pero mira luego, cambió tanto...". Al día siguiente partieron rumbo a Medellín, donde le hicieron un homenaje en la plaza del pueblo bajo una fuerte tormenta —"pues el párroco se negó a ceder la iglesia porque Alfonso era evangélico"— antes de enterrarlo.
Para estar arropada por los suyos, Caty se quedó unas semanas en el pueblo. "Pero yo tenía ganas de volver. Aquí estaban todos los recuerdos, sus fotos, nuestra vida juntos. El día que regresé lloré muchísimo. Nada más entrar puse el contestador automático y escuché el último mensaje que me había dejado la tarde anterior a su asesinato. Me parecía como si estuviera vivo y a punto de entrar por la puerta...", recuerda. Pero Lasarte-Oria le agobiaba y tampoco encontró el cariño y cobijo de los vecinos. "Perdí mucho peso, me mareaba, y estuve como siete u ocho meses sin apenas salir de casa". Decidió entonces marchar a Madrid una temporada y luego regresar a San Sebastián con la intención de pedir ayuda en el Ayuntamiento.
Al Consistorio llegó con la fría respuesta que le había dado ya el superior de su marido: "yo también tengo un hermano en paro". Lo que le ofrecieron tampoco fue mucho, y lo hicieron de tapadillo, "para no levantar suspicacias decían". De profesora pasó a hacer sustituciones como limpiadora de colegios. La situación económica entonces era pésima, pues a la tardanza para cobrar las indemnizaciones se unía el hecho de que Caty era la segunda esposa y la pensión se dividía en proporción a los años de casada. El trabajo era escaso, pero además se convirtió en una pesadilla: las compañeras —"por llamarlas de alguna manera"— comenzaron a hacerle el vacío cuando se enteraron que era viuda de una víctima de ETA. De allí sólo pudo salir con la ayuda de un concejal socialista que la colocó en el servicio de control de estacionamiento hasta que se inició el juicio contra Valentín Lasarte.
En aquella sala de la Audiencia Nacional, Lasarte, metido en la 'pecera' blindada de los acusados, amenazó de muerte a Caty Romero, que también tuvo que encontrarse, meses después, con la madre y la compañera sentimental del asesino de su marido portando un cartel con su foto por las calles del barrio donostiarra de Gros. No pudo reprimirse y cruzó la calle para recordarles que llevaban la imagen de un criminal. "Ellas me espetaron a la cara un 'anda, que se joda tu marido bajo tierra' y otros familiares de presos intentaron agredirme". Esa exhibición de la violencia, de impunidad para colgar de los balcones de los ayuntamientos los retratos de asesinos o el tener que pasear por calles pintadas con la serpiente enroscada en el hacha ha sido la tónica durante muchos años en Euskadi, "que ha machacado día a día a las víctimas que vivimos aquí".
Frente a esa reivindicación de los terroristas, a la que ahora se intenta poner coto, las víctimas han tenido que esperar muchos años para tener un reconocimiento público. Al cumplirse el décimo aniversario del crimen de Alfonso, el Ayuntamiento preguntó a Caty qué tipo de homenaje quería. Ella pidió una placa en las dependencias de la Guardia Urbana, en ese lugar donde su marido había trabajado noche y día durante tantos años. La promesa quedó incumplida y ella decidió denunciarlo con una carta en los medios de comunicación que tuvo una airada respuesta de Odón Elorza, un ramo de flores desde el PP, "inédito en años anteriores", y, finalmente, la colocación de la placa prometida para Morcillo y para otros dos agentes también asesinados en Donosti.
"Los políticos tienen demasiadas ansias de protagonismo. A mí no me interesan y creo que son los principales responsables de la crispación y división que sacudió a las asociaciones durante la pasada legislatura. Yo prefiero dedicarme a las víctimas como yo". A principios de 1999, tras la fracasada tregua durante la primera legislatura de Aznar, familiares de asesinados por ETA decidieron constituir en Guipúzcoa el Colectivo de Víctimas del Terrorismo (COVITE). Desde entonces, Caty se encarga de atender a aquellos que, con el dolor todavía sin paliar, llaman a la puerta de la asociación pidiendo asesoría jurídica, ayuda para solicitar las indemnizaciones económicas o simplemente un poco de consuelo. "Ha sido un bálsamo para mí. Escuchar sus historias, con hijos, solas, sin posibilidad de trabajar, ha hecho que pueda relativizar un poco mi propio dolor", reconoce esta mujer, que ha perdido la esperanza de ver el final del terrorismo en una tierra ajena, pero en la que ha decidido quedarse por el amor que la profesa y por el recuerdo.
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