Búsquedas. No puedes parar de hacerlas. A veces uno siente como si las necesidades básicas de comer y dormir o el deseo sexual hubieran quedado invalidados por una necesidad nueva de gadgets de información electrónica. Nuestra curiosidad es tan insaciable que recabamos información incluso aunque nos pueda traer problemas. Las búsquedas en Google están comenzando a motivar que se declaren juicios nulos porque los jurados, oídas las declaraciones, ignoran las instrucciones de los jueces y se ponen a buscar los hechos por su propia cuenta y riesgo. Buscamos información que ni siquiera nos interesa.
Nina Shen Rastogi escribió la siguiente confesión en un blog de Double X: "Mi novio ha amenazado con dejarme si sigo sacando a toda prisa mi iPhone para buscar al azar anécdotas de famosos cuando salimos a cenar". Hemos llegado al punto de preguntarnos si estamos bien de la cabeza. La periodista Virginia Heffernan aseguró en el New York Times que llegaba a estar tan obsesionada con los posts en Twitter sobre la detención de Henry Louis Gates que se pasaba días "actualizando como una loca con el resultado de mi búsqueda".
En el fondo somos como esas míticas ratas de laboratorio que presionaban una palanca sin parar para procurarse una descarga eléctrica en el cerebro. Mientras tecleamos en nuestros motores de búsqueda, parece que estamos estimulando el mismo sistema cerebral que los científicos descubrieron por casualidad hace más de 50 años al explorar cráneos de rata.
En 1954, el psicólogo James Olds y su equipo estaban estudiando el proceso de aprendizaje de las ratas en un laboratorio de la Universidad Internacional McGill de Quebec (Canadá). Adherían un electrodo al cerebro de las ratas y, cuando la rata se dirigía a un rincón determinado de su jaula, le proporcionaban una pequeña descarga eléctrica y observaban su reacción. Un día insertaron sin saberlo la sonda en el lugar equivocado y cuando Old sometía a la rata a sus pruebas, ésta volvía una y otra vez al rincón donde había recibido la descarga. Acabó descubriendo que si la sonda se colocaba en el área hipotalámica lateral del cerebro y se permitía a las ratas presionar una palanca y estimular sus propios electrodos, presionarían hasta sufrir un colapso.
Olds, y todos los demás, dieron por sentado que había descubierto el centro cerebral del placer (algunos científicos aún lo creen). Experimentos posteriores practicados en humanos confirmaron que las personas descuidarían casi todo —su higiene personal, sus obligaciones familiares— con tal de seguir alcanzando esa euforia.
Pero para el neurólogo Jaak Panksepp, de la Washington State University, este supuesto placer no parecía serlo tanto. Esas ratas que se estimulaban a sí mismas, y más tarde esos humanos, no mostraban la misma satisfacción eufórica que criaturas comiendo galletas rellenas Oreo o que las que disfrutaban de repetidos orgasmos. Los animales, escribe en 'Affective Neuroscience: The Foundations of Human and Animal Emotions' ('Neurociencia afectiva: los fundamentos de las emociones humanas y animales'), estaban "excesivamente excitados, incluso enloquecidos". Las ratas no paraban de olfatear y rebuscar. Algunas personas relataron que sintieron excitación sexual pero que no llegaron a experimentar el orgasmo. Los mamíferos a los que estimulaban el área hipotalámica lateral parecían estar atrapados en un círculo vicioso "donde cada estímulo provocaba una estrategia de búsqueda vigorizante", escribe Panksepp, (y no se estaba refiriendo a Bing —el buscador de Microsoft—).
Es un estado emocional al que Panksepp tuvo que dar muchas vueltas para poder denominarlo: curiosidad, interés, búsqueda, anticipación, ansia, expectación. Finalmente, se decidió por 'búsqueda'. El neurólogo ha pasado décadas trazando el mapa de los sistemas emocionales del cerebro que considera que comparten todos los mamíferos, y sostiene que "la búsqueda es el abuelo de todos los sistemas". Es el motor motivacional del mamífero que cada día nos saca de la cama, o la guarida, o del agujero, y nos adentra en el mundo. Por eso, como escribe el biólogo Temple Grandin en 'Animals Make Us Human' ('Los animales nos hacen humanos'), hay experimentos que demuestran que los animales en cautividad preferirían tener que buscar su comida a que se la dieran.
Para los seres humanos, este deseo de búsqueda no va solo de satisfacer necesidades físicas. Panksepp dice que los humanos pueden alcanzar la misma excitación con recompensas abstractas que con las tangibles. Asegura que cuando nos asalta una intensa sensación de placer o excitación relacionada con el mundo de las ideas, con establecer conexiones intelectuales, con descubrir significado, son los circuitos de búsqueda los que se están disparando.
El elixir que alimenta el sistema de búsqueda es un neurotransmisor llamado dopamina. Los circuitos de dopamina "promueven estados de anhelo e intencionalidad orientada", escribe Panksepp. Es un estado que a los seres humanos les encanta. Nos hace sentirnos tan bien que buscamos actividades o sustancias que mantengan este sistema despierto —la cocaína y las anfetaminas, drogas estimulantes por excelencia, lo avivan de forma especialmente eficaz—.
¿Nunca os habéis encontrado ante el ordenador con la intención de invertir tan sólo unos segundos en averiguar en qué otra película actuaba una determinada actriz y acabáis dándoos cuenta de que esa búsqueda inicial os ha llevado a googlear durante una hora? Agradecédselo a la dopamina. Se cree que nuestro sistema dopaminérgico controla nuestra impresión del tiempo. Las personas con trastornos de hiperactividad tienen carencia de dopamina y un estudio reciente sugiere que ése puede ser el origen del problema. A los hiperactivos, incluso períodos cortos de tiempo se les hacen eternos. Un artículo del año pasado en The Atlantic titulado '¿Nos estará volviendo idiotas Google?', Nicholas Carr especula sobre la idea de que nuestra forma de navegar por internet está remodelando nuestros procesos mentales hasta hacer que sea casi imposible para nosotros prestar atención a un texto largo de forma prolongada. A la manera de las ratas de laboratorio, no dejamos de pulsar la tecla 'Intro' para conseguir nuestro próximo 'chute'..
El profesor de psicología de la universidad de Michigan Kent Berridge ha dedicado más de dos décadas a tratar de entender cómo el cerebro experimenta placer. Él, como Panksepp, también ha llegado a la conclusión de que lo que las ratas de James Olds estaban estimulando no era su centro cerebral de recompensa. En una serie de experimentos, él y otros investigadores han sido capaces de determinar que los cerebros de los mamíferos disponen de sistemas separados para lo que Berridge denomina "querer algo" y "que algo guste".
'Querer algo' es el equivalente en Berridge del sistema de búsqueda de Panksepp. El sistema que rige lo que nos gusta es lo que Berridge considera el centro del mecanismo cerebral de recompensa. Cuando experimentamos placer, es nuestro propio sistema opioide, más que nuestro sistema dopaminérgico, el que está siendo estimulado. De ahí que los opiáceos induzcan una especie de gozoso estupor tan distinto del efecto estimulante de la cocaína y las anfetaminas. Querer algo y que algo guste son complementarios. El primero favorece y acelera que pasemos a la acción; el segundo nos lleva a una pausa satisfactoria. La búsqueda ha de detenerse, aunque sólo sea durante unos momentos, para que el sistema no entre en un círculo vicioso sin fin. Cuando conseguimos el objeto de nuestro deseo (ya sea un bollo Twinkie o una pareja sexual), nos entregamos a actos consumistas que Panksepp asegura que reducen la excitación cerebral y, al menos, de forma pasajera, inhiben las ganas imperiosas de buscar.
Pero nuestros cerebros están hechos para que sea más fácil estimularlos que satisfacerlos. "El cerebro parece ser más mezquino con los mecanismos de placer que con los de deseo", ha llegado a afirmar Berridge. Esto tiene sentido desde el punto de vista evolutivo. Las criaturas con falta motivación, que encuentran fácil caer en un éxtasis inconsciente, es probable que vivan poco tiempo (y acaso sean felices). Así que la naturaleza nos imbuyó de un insaciable afán de descubrir, de explorar. El neurólogo de la universidad de Stanford Brian Knutson ha estado poniendo a individuos ante escáneres de imágenes por resonancia magnética y observando sus cerebros mientras se entretienen jugando a invertir de forma ficticia. Su experimento ha arrojado resultados constantes y coherentes de que las imágenes en nuestro cráneo muestran que la posibilidad de obtener beneficios es mucho más estimulante que conseguirlos realmente.
Experimentos con animales muestran cuán potente (y distinto) es querer algo comparado con que algo guste. Berridge escribe que hay estudios que ponen de manifiesto que las ratas cuyas neuronas productoras de dopamina han sido destruidas conservan la capacidad de andar, mascar y tragar pero morirán de hambre aunque tengan comida delante de las narices porque han perdido la voluntad de obtenerla. En cambio, Berridge descubrió que las ratas con una mutación que inunda sus cerebros de dopamina aprendían a conseguir su comida antes que las ratas normales. Pero, una vez la habían obtenido, no encontraban la comida más placentera que las otras ratas.
El estudio tiene repercusiones en el tratamiento de la adicción a las drogas y otros comportamientos compulsivos. Berridge ha sugerido que en algunas adicciones el cerebro se va haciendo más sensible al ciclo de querer una determinada recompensa. Así que los adictos se vuelven obsesivamente obligados a buscar la recompensa, incluso aunque la recompensa en sí deje de ser progresivamente tan reconfortante una vez se ha obtenido. "El sistema dopaminérgico no incorpora la saciedad", explica Berridge. "Y bajo ciertas condiciones puede llevarnos a tener necesidades irracionales, excesivas, que haríamos mejor en renunciar a ellas". Así que nos encontramos con que dejamos que una búsqueda en Google nos conduzca hacia otra, a menudo sintiendo que la información no es vital y a sabiendas de que deberíamos parar. "Mientras permanezcas ahí sentado, el consumo renueva el deseo", explica.
En realidad, todos nuestros dispositivos electrónicos de comunicación están alimentando el mismo deseo imperioso que nuestras búsquedas. Como somos criaturas inquietas e impacientes y nos aburrimos con facilidad, nuestros gadgets nos proporcionan en abundancia atractivos que nuestro sistema de búsqueda/querencia encuentra especialmente excitante. Uno de ellos es que constituye una novedad. Panksepp asegura que el sistema dopaminérgico se activa al encontrar algo inesperado o al anticipar algo nuevo. Si las recompensas se vuelven imprevisibles —como los mensajes de correo electrónico y los de texto— nos dejamos llevar más aún por el entusiasmo. No es de extrañar que denominemos ‘CrackBerry’ a esta dependencia.
El sistema también se activa por un determinado tipo de indicador de que la recompensa está en camino. Para que ésta tenga el máximo efecto, los indicadores han de ser pequeños, discretos y específicos —como el timbre que hacía sonar Pavlov con sus perros—. Panksepp sostiene que una forma de llevar a los animales hasta el frenesí es darles tan sólo pequeños trozos de comida: esta provocación estimulante e insatisfactoria a la vez conduce al sistema de búsqueda hacia la hiperactividad. Berridge dice que el 'ring' que anuncia un nuevo mensaje de correo electrónico o la vibración que avisa de que tenemos un nuevo mensaje en el móvil funciona para nosotros como indicador de recompensa. Y cuando respondemos a éste, obtenemos algo de información nueva que nos hace querer más aún. Este apetitoso bocado de información puede ser tan incomparablemente potente para los humanos como unos cereales azucarados de sabores para una rata. Cuando se le proporciona a una rata una dosis minúscula de azúcar, desarrolla un apetito desaforado, sostiene Berridge: un estado muy intenso y no necesariamente placentero.
Si los humanos somos máquinas de buscar, hemos creado los artefactos perfectos para permitirnos buscar sin cesar. Tal vez esto debería volvernos cautelosos. En su libro 'Animals in Translation',Temple Grandin describe cómo volver locos a dos gatos domésticos moviendo rápidamente el puntero de un láser por la habitación. No paraban de acechar y abalanzarse sobre ese punto de luz inatrapable —su sistema dopaminérgico bombeando—. Asegura que ningún gato salvaje caería en un comportamiento tan inútil: "Un gato quiere atrapar al ratón, no perseguirlo en círculos para siempre." Asegura que la 'búsqueda ciega' vuelve menos probable que un animal satisfaga sus necesidades reales "dado que cortocircuita su conducta de acechar de forma inteligente". A medida que seguimos persiguiendo fragmentos parpadeantes de información, late una saludable advertencia.
*Artículo originalmente publicado en el medio digital estadounidense Slate.
(Traducción: Carola Paredes)
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