KABUL (AFGANISTÁN).- Edwal Sabari, un pastún de un metro noventa de altura, expresa lo que piensa con suma claridad: "Nuestro país es nuestro y nadie nos lo quitará". Originario de la provincia de Jost y habitante de uno de sus distritos más violentos resume sus sentimientos con pocas palabras: "Los talibanes cuentan con el apoyo de la población mientras los militares estadounidenses no se pueden bajar de los blindados sin riesgo de ser atacados". Este comerciante que hace la ruta entre Kabul y Sabari, su lugar de nacimiento, no tiene duda de que todo empezó a torcerse el día que "los estadounidenses perdieron la confianza en nosotros y miraron a todos los habitantes como enemigos potenciales".
Han pasado ocho años desde el inicio de la actual fase bélica en Afganistán. Estados Unidos y sus aliados más activos han batido amplias zonas del sur del país con los aviones más modernos, han lanzado grandes ofensivas contra un enemigo que no ven y se han ganado la enemistad de la población pastún, el grupo étnico más importante del país.
La visión a corto plazo de Estados Unidos le ha jugado una mala pasada. A finales de 2001 pensaron que el derrumbe del régimen talibán ponía punto final a un movimiento de iluminados que había regido los destinos de todos los afganos con una descarnada intransigencia.
Los militares estadounidenses emplearon los primeros meses de 2002 en perseguir a Osama Bin Landen y su camarilla terrorista sin darse cuenta de que los talibanes se estaban reorganizando. Ya no eran partidas de milicianos obedientes al mando supremo del mulá Muhammad Omar.
El semanario The Economist fue el primero que en 2003 utilizó la palabra neotalibanes para denominar a un amplio elenco de grupos que utilizaban diferentes tácticas para conseguir sus objetivos ideológicos.
Algunos comandantes estaban más interesados en ganar influencia y poder en los distritos donde operaban que en seguir directrices dictadas desde la clandestinidad. A estas partidas poco homogéneas y que actuaban con gran autonomía también se unieron grupos armados vinculados al tráfico de drogas o a la industria del secuestro. Algunos especialistas afirman que el mulá Omar sólo tiene influencia sobre algunas facciones.
Los miles de millones invertidos en operaciones de inteligencia militar no han servido de mucho. Los talibanes se siguen moviendo con gran facilidad desde hace tres años y han conseguido intimidar a las autoridades electorales que temen que no se celebren las elecciones presidenciales de la próxima semana en decenas de distritos.
Estados Unidos ha decidido desplegar decenas de miles de tropas de combate con el objetivo de dar seguridad al proceso electoral que se está desarrollando en sordina con apenas actos públicos y sin participación ciudadana.
Hace cinco años, había 2.000 soldados de la OTAN en la provincia de Helmand y apenas había actividad talibán. Hoy hay 10.000 y la provincia se ha convertido en una de las más peligrosas del país. Como si el despliegue de más tropas provocará un efecto llamada en apoyo de los insurgentes entre la población de las zonas afectadas.
Una extensión de 645.000 kilómetros cuadrados sin carreteras asfaltadas no es fácil de controlar ni siquiera con el despliegue de una cifra cinco veces superior a la actual. Con un Ejército afgano en pañales y la inexistencia de la autoridad gubernamental o de Policía nacional en muchos distritos, la talabanización se está completando en amplias zonas del país.
Los comerciantes pastunes que se atreven a circular por el sur afirman que el control territorial está en manos de los talibanes. Emisarios de los insurgentes acuden a las mezquitas y reclutan, muchas veces por la fuerza, a nuevos milicianos.
Los insurgentes han anunciado un boicot total a las elecciones. Pero no están utilizando ataques indiscriminados que provoquen el miedo en los ciudadanos y les convenzan del peligro de acudir a las urnas. Pero el boca a boca amenazante también funciona. En 2004 votaron unos ocho millones de votantes, la mitad de ciudadanos inscritos. Un porcentaje menor en estas elecciones sería un golpe muy duro para el Gobierno y sus aliados internacionales.
El presidente Hamid Karzai, que se presenta a la reelección, ha intentado arrancar un alto el fuego a los talibanes para garantizar un proceso electoral muy criticado y que va a costar 220 millones de dólares. Según un periódico saudí, en octubre de 2008 funcionarios del Gobierno afgano se reunieron en La Meca con una delegación talibán, encabezada por el portavoz del mulá Omar, pero no se filtraron detalles.
Durante todo su mandato Karzai ha insistido en la necesidad de integrar a los talibanes moderados con el objetivo de aislar a las facciones más radicales. Ha promulgado amnistías e, incluso, firmó en marzo de 2007 una Ley de Estabilidad y Reconciliación Nacional que impedía enjuiciar a los criminales de guerra y a los antiguos combatientes, incluidos los talibanes.
"Vosotros tenéis los relojes, pero nosotros somos los dueños del tiempo", dijo un detenido talibán a sus interrogadores afganos y estadounidenses, según recoge el politólogo Seth G. Jones en el número 31 de Vanguardia Dossier.
El reloj regula una intervención militar empantanada desde hace años, se ajusta a una agenda de intereses que nada tiene que ver con los principales problemas de los afganos y recuerda que pronto Estados Unidos y la OTAN batirán el récord de la ocupación de la antigua Unión Soviética.
El tiempo es como un acorde de violín que hay que repetir mil veces para perfeccionarlo, juega a favor del enemigo oculto y se diluye en un país que vive en otra época.
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