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El viaje más cómodo y directo

Por GERVASIO SÁNCHEZ (SOITU.ES)
Actualizado 10-08-2009 08:04 CET

KABUL (AFGANISTÁN).-  Viajar obliga a hacer escalas y recorrer terminales de aeropuertos. Si vives en Zaragoza, la ciudad ideal para muchas cosas, cualquier viaje internacional durará unas cuantas horas más aunque tomes el tren más rápido y tengas suerte con los horarios.

Decenas de veces me ha tocado viajar de madrugada en autobús para tomar un avión que me transportaba a miles de kilómetros. Por el camino se había evaporado otra noche. Esas horas prestadas en los continuos cambios de horarios suelen tener un destino dudoso y nunca las recuperas del todo.

En enero de 2002 inicié un viaje a Afganistán que empezaba y finalizaba en Zaragoza gracias a las gestiones de Heraldo de Aragón y la gentileza del Ministerio de Defensa. Recibí el permiso para volar en un Antonov 124 con la plana mayor de la primera misión del Ejército español en Afganistán y 150 toneladas de material militar.

Aquel monstruo de la aviación, más grande que el C5 Galaxy estadounidense, tenía un impresionante historial. Quince años antes había cubierto más de 20.000 kilómetros sin abastecimiento. Unos meses antes de mi viaje había transportado una locomotora desde Canadá a Irlanda, la primera vez que ocurría. En 2004 transportó una ballena de Niza a Japón y un elefante de Moscú a Taiwan.

Después de una escala en Bakú (Azerbaiyán) llegamos a Kabul, que vivía uno de los inviernos más crudos de las últimas décadas. El coronel Jaime Coll y todos sus oficiales, sobre todo los vinculados al servicio de prensa, me trataron con gran respeto. Pude trabajar con bastante libertad y realicé varios reportajes sobre aquellos primeros días de una misión que va camino de convertirse en una de las más largas. Nunca he dedicado tanto tiempo y espacio al Ejército español como aquel viaje.

Dormía en el hotel Mustafá en una minúscula habitación que parecía un congelador y en la que sólo era posible conciliar el sueño bajo varias mantas. Tenía que subirme al tejado para poder enviar mis crónicas a través de un teléfono satélite mientras un viento helado cortaba la cara como si fuera una cuchilla. Varios días después pude trasladarme a la misión de Médicos Sin Fronteras y mejoraron mis condiciones de vida a 20 grados bajo cero.

Las instalaciones militares españolas estaban formadas por varios edificios muy deteriorados. Los albañiles y los pintores intentaban contrarreloj humanizar la vida cotidiana. El coronel Coll me invitó varias veces a comer la misma comida que él: raciones de combate del Ejército español, posiblemente las mejores del mundo. Un año después en Irak se cambiaba una española por cinco estadounidenses.

Había pactado con él y con sus oficiales que todo lo que se hablase en las reuniones culinarias o ante mi presencia jamás lo utilizaría para mis reportajes. Era un invitado especial y no iba a abusar de la confianza. "Si escucho algo que me parezca noticioso o divertido le pediré permiso para publicarlo, coronel", le dije al responsable de la misión en Afganistán. Y así transcurrieron los días sin ningún incidente.

En la guerra de Bosnia se produjo un incidente muy serio en un cuartel español. Un periodista aprovechó la ausencia de un militar de su despacho para llevarse un informe confidencial. Los militares, con todo el derecho, se enfurecieron y tomaron una inteligente decisión: prohibieron la entrada en la base al periodista pero no perjudicaron al resto de los enviados especiales.

Una decisión que no sentó bien entre los militares españoles

Cuando llevaba dos semanas descubrí que el Gobierno de José María Aznar iba a tomar una decisión transcendental en el siguiente Consejo de Ministros: varios helicópteros españoles participarían en la operación Libertad Duradera, liderada por Estados Unidos, cuyo objetivo era continuar la guerra contra Al Qaeda y los talibanes.

Dos días antes de que la decisión se hiciera oficial, la Cadena SER preguntó al ministro de Defensa, Federico Trillo, sobre el tema. La exclusiva también salió en Heraldo de Aragón en la portada y a cuatro columnas. En aquel tiempo los diarios electrónicos no tenían la difusión actual y las comunicaciones con Kabul eran muy limitadas.

Pedí que enviasen algunas decenas de ejemplares en el siguiente vuelo. Yo mismo le pasé al coronel Coll una copia. Al ver el titular se le abrieron los ojos y dijo en voz alta: "Está claro que esta noticia no ha salido de aquí porque yo no sabía nada". Le respondí: "Está claro que mis fuentes de información están en otra parte".

La noticia no hizo ninguna gracia en la base española. Los militares habían venido a participar en una misión distinta, incluso alternativa, a Libertad Duradera, que sería bautizada un año después como ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad). El objetivo era contraponer una misión más asistencial y humanitaria a la verdaderamente militar de Estados Unidos, que comenzaba a provocar víctimas civiles durante los continuos bombardeos contra las bases talibanes.

Incluir a militares españoles en dos misiones tan distintas no fue una buena idea ya que podía provocar confusiones gratuitas. Además, los helicópteros españoles no estaban preparados para intervenir en zonas de combates, ni siquiera para transportar heridos. Los militares lo sabían mejor que yo.

Regresé a Zaragoza en un Hércules C130 pilotado por el comandante Lucas Bertomeu. Tuvo la gentileza de sentarme en la cabina para que no me perdiera ningún detalle de lo que se conoce como un vuelo táctico. Hasta que abandonamos Afganistán el avión voló a muy baja altura (100 metros y menos durante varios minutos) y a 500 kilómetros por hora.

Después de una noche en Omán atravesamos el gran desierto de Arabia, sobrevolamos el Sinaí, repostamos en una base de Estados Unidos de Sicilia (Italia) y llegamos a Zaragoza sin contratiempos. Uno de los militares me acercó en su coche hasta la puerta de mi casa. La mesa puesta me esperaba para cenar.

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