Robuchon fue durante muchos años el mejor cocinero del mundo, el más perfecto, inaccesible y perverso chef capaz de hacer temblar hasta los resortes internos de una batidora.
Un día dijo basta y desapareció.
Bien cierto es que una vez retirado, cincuentón, recibió increíbles presiones de su ejército de colaboradores, cocineros y jefes de sala huérfanos y dispersos por el mundo, que lo espolearon para iniciar juntos una nueva revolución; el coloso francés se puso de nuevo en marcha y reunió en torno a sus ateliers a todos y cada uno de sus viejos colaboradores para liderar, hoy, una escuadra de alcance planetario que colecciona estrellas michelín a puñados.
Gonzalo Antón conoce bien a Joël Robuchon, pues tuvo el ingenio suficiente de convencerlo para que guisara en su Zaldiaran un viernes cinco de marzo de 1993, en el transcurso de la novena edición del Certamen de Alta Cocina de Vitoria-Gasteiz.
Para chulo, su pirulo.
Quienes no sepan de qué carajo hablo, han de saber que el amigo Gonzalo, tipo serio, vivo y muy torero, organizó durante catorce años la concentración de cocineros internacionales más increíble vista hasta entonces en occidente y que sin género de dudas, se convirtió en el arreón necesario para que muchos chefs patrios cargaran pilas metiendo el dedo en las salsas, viendo jugar en corto a Michel Bras, Jean Michel Lorain, Jacques Chibois, Antoine Westermann, Marc Veyrat o Fermín Arrambide, por citar unas pocas supernovas que por allí pasaron.
Hasta aquel momento la culinaria patria hacía sus pinitos, sí, pero desconocía que además de utillaje y entusiasmo, era necesario empaparse de la ventolera fresca que traían colgada del moño todos estos tipos vestidos de blanco que hablaban idioma extraño.
Michel Guérard estuvo en Vitoria y se trajo un tifón bajo el brazo en forma de hierbas aromáticas que desparramó a lo largo y ancho de un menú que duró casi cuatro horas, provocando el pataleo del mismísimo Xavier Domingo, por entonces "despotricador de todo lo franchute y de cuanto oliera a alta cocina francesa", como recuerda el periodista Rafael García Santos; aquella cita fue un momento cumbre y animó a los cocineros españoles a adentrarse en el alucinante mundo de las hierbas aromáticas bien empleadas, que por aquel entonces nadie manejaba como elemento integrado en el plato.
La provenza revisitada llegó a la península de la mano de un Alain Ducasse que iluminaba ya su recetario Atlántico, empapándolo de sol mediterráneo; Michel Trama sacó de su chistera las cristalinas de piña y manzana que pusieron de moda los crocantes caramelizados y los deshidratados en las preparaciones dulces y saladas, que aún hoy colean bien frescas; Didier Oudill aliñó hierbas agrestes y emplató una rusa plana de avellanas nunca vista hasta entonces y copiada hasta la fatiga, vive Dios; y Pierre Gagnaire nos sobrevoló con sus combinaciones intrépidas, osadas y rupturistas y se plantó en escena como el primer y más imaginativo 'inventor de platos', capaz de aderezar unas setas con puré de albaricoque y servirlas con leche de almendras o marcar escuela como acumulador de vajilla sobre el mantel, que en realidad es un solo plato y que el comensal disfruta saltando, picando de aquí y de allá.
Todo suena a peli ya vista, ¿verdad? Pero ellos lo hicieron primero y nos los puso a huevo Gonzalo.
El tifón vitoriano arrastró a muchos veteranos y jóvenes cocineros hacia la excelencia y provocó escapadas y visitas posteriores a cocinas de muchos chefs que allá conocimos; unos volamos por un tiempo a Guérard o a Jacques Chibois, otros viajaron al Bouliac de Amat, junto a Francis García, Dominique Toulousy, Jacques Maximin, Martín Berasategui, Hilario Arbelaitz, Pedro Subijana, Gerhard Schwaiger o volaron a la primera época dorada de Ferran Adrià o Santi Santamaría.
Mucho ha llovido hasta hoy.
Este pasado mes de abril, Gonzalo Antón reavivó la llama de su certamen y provocó una nueva e interesante reunión de chefs en torno a su propio fogón: Jonnie Boer, Quique Dacosta, Joachim Wissler, Anatoly Komm, Carlo Cracco, Dani García o el incombustible Martín Berasategui se dieron cita guisando como príncipes, intercambiando consignas y conocimiento con mandil puesto, manos a la obra, pringados hasta las trancas, sube, baja, vigílame el pase un momento y no saques las bolsas del baño maría hasta que marquen cubiertos, 'cagoenlaputa'.
Al fin y al cabo de eso se trata, de cocinar y verse las caras, devolviendo las verdaderas cartas de naturaleza al asunto, sudando, con el corazón a mil, alejados del estrado y del discursito preparado.
El cocinero honesto nunca habla demasiado y se preocupa de demostrar su valía poniendo los pelos de punta a la concurrencia, sí, pero en la mesa, como supo hacer bien Robuchon, el muy canalla.
Por eso Gonzalo Antón es maestro, sabe mejor que nadie que los cocineros nos remangamos y echamos el resto alrededor del fogón y nos acercó a los mejores, para que hiciéramos migas con ellos.
Y bien que lo consiguió.
Se merece el «Premio Nobel de las ollas» si lo hubiera, por revolucionarnos a todos y montar semejante cifostio, vestido con americana y corbata.
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