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Homenaje a una vieja dama

  • O de una crónica sentimenal del reinado de la merluza
Por GASTROMUSAS (SOITU.ES)
Actualizado 28-07-2009 14:47 CET

Recién llegado en bandeja, no pierdan pista al relato del periodista vizcaíno Benjamín Lana que hace los honores a la conocida como 'señora' de la cocina vasca. Dice así:

Cuando Charlton Heston estaba en plenitud atlética e interpretativa, mucho antes de convertirse en el icono patético que blandía un rifle por encima de su cabeza, la merluza era la reina absoluta de España, en la gastronomía y en lo demás, porque en El Pardo-Zarzuela no había ninguna otra fémina que llevara esa corona. El rey indiscutible era, con perdón de la familia que vivía en Estoril, el besugo. De los gustos gastronómicos de Doña Carmen Polo  no diré nada. Si Ángeles, la gran matriarca de la saga de Casa Gerardo, quiere abrir el cofre de sus secretos y hablar de las veces que dio de comer  en Prendes a la consorte asturiana y al resto de la familia Franco, cuando viajaban camino de Meirás, que lo haga. Yo me ocuparé sólo del ocaso de aquella que era la primera dama de  los fogones de carbón y de las cocinas económicas.

 

La infancia de Machado eran recuerdos de un patio de Sevilla donde maduraba el limonero. El mío,  el olor de la cocina donde oficiaba mi madre. Para lo bueno y para lo malo. Cuando llegaba la cosecha, a finales del verano,  y se escaldaba y embotaban los tomates  de la huerta para todo el año, llegaba el horror y casi la nausea. No he podido gozar del tomate sin prejuicios hasta muchos años después de empezar a afeitarme para arriba. Sin embargo, cuando se iniciaba el ceremonial de la disección semanal de la merluza empezaba la fiesta, y no sólo porque quería decir que se acercaba el fin de semana y el paraíso sin escuela.

 

El mimo con el cuchillo, la extracción de la espina central con los dedos, el desollado... una operación tan meticulosa como las que entonces hacía el doctor Barraquer en los ojos, ceremonia que concluía perfumando la cena con  la cabeza y las orejas guisadas con patatas, guisantes y perejil, todos de la huerta de casa. Los lomos se oficiaban en salsa, con almejas, transformados en la comida noble del domingo.  Y la cola, perfectamente desespinada, sin piel y en trocitos,  a la romana, alimentaba a los niños de la casa y llenaba unos bocadillos delicados y jugosos. Entonces, la merluza era como el cerdo ibérico del mar. Todo se aprovechaba.  Y todo para nobles preparaciones. La primera vez que las vi en una pescadería de Madrid sin cabeza me sentí igualito que Robespierre después de subir al cadalso: profundamente violentado. ¡Cómo podían!

 

Mi padre, que  zampaba-zampa con igual diligencia y delectación cualquiera de las preparaciones merluceras de mi madre,  tenía otra máxima que entonces repetía incansablemente: "La merluza es como el pan, yo la comería todos los días del año sin cansarme". Y decía verdad. Su sabor neutro permite dos cosas: que uno no se harte aunque se  repita una misma preparación casi a diario, pero también, y por el mismo motivo, lo opuesto, ya que se acomoda a mil recetas y acompañamientos distintos.

 

Pero aquel estrellato se fue apagando como el del Varón Dandy y la reina se convirtió en chacha. Llegó el día en que empezó a ser necesario servir la merluza con cocochas para ennoblecerla y darle untuosidad, o ponerla sobre unas buenas brasas para perfumar su cogote,  o cubrirla de algas wakame, como hizo 'Vitorón' hace dos décadas en Gijón, o mariscarla (esto ya sí que me irrita). Sola empezaba a parecer poca cosa.

 

En aquellos años se había abierto juicio sumarísimo en todo el mundo occidental contra el pescado azul por el presunto asesinato de miles de personas debido a sus grasas, ¿se acuerdan?. Finalmente, todo quedó aclarado y las sardinas y los chicharros fueron absueltos y declarados inocentes por otro tribunal médico que en un quítame allá esas pajas alabó los omegas 3 los ácidos oléicos y los beneficios de su ingesta. Pero mientras duró aquel largo proceso, la merluza recibió la noble pero antigastronómica función de alimentar enfermos y niños que dejaban la teta. ¿Qué futuro le esperaba entonces a la vieja dama?

 

Ya con el honor y la fama herida llegaron los arcones congeladores y el estrellato del capitán Pescanova, con su revolución de helada oferta democratizada, que  puso en las mesas de diario unas carnes blancas, sin piel, espinas, ni sabor, usurpando el nombre de aquella reina.

 

La puntilla del prestigio social-popular llegó en el momento en que los hipermercados se inundaron con ejemplares refrigerados -que no frescos- de Namibia a cinco euros el kilo, ejemplares cansados de estar muertos, muertos de frío, sin nada que decir, a los que las mamás sólo les reclaman que den hermosos filetes, sin espinas, aunque sean insípidos y casi incoloros.

 

Apenas quedan ejemplares autóctonos (merluccius-merluccius), de cuatro kilos y de pincho, como las de antaño, y sólo llegan a los restaurantes más clásicos. La merluza no ocupa ahora un papel estelar en las cocinas de vanguardia ni en la de los domingos de las casas. Lo peor no es que sean caras, es que apenas hay frustración  ciudadana por no poder pagarlas.  La potencia sápida y el exotismo de otras especies la han relegado del Olimpo. Y los anisakis, tan aficionados a su panza  —con la inestimable colaboración de una  ministra de Sanidad—, amenazaron con ponérselo aún más difícil.

 

Por eso yo firmo estas sentimentales líneas, porque a la vieja dama había que reivindicarla, contar sus historias familiares  y las razones gastronómicas de sus días de gloria, aquellos con tele en blanco y negro y mantel de cuadros. Estoy aquí para… ¿cómo se dice ahora? Sí, reivindicar su memoria histórica.

 

Norma Jean murió excesivamente joven, pero gracias a ello Marilyn sigue eternamente bella entre nosotros, sin envejecer ni un ápice. No sé si a la merluza le hubiera convenido una muerte así, para que todos los que la conocimos aún en su esplendor echáramos de menos, inconsolables, su tersura, el tono nacarado de su carne.

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