Algunas veces se posee el raro privilegio de realizar un viaje imprevisto. Si ese viaje se refiere al sur de Italia, exactamente a la 'punta de la bota' del 'mezzogiorno', la Calabria y el este de Sicilia, el viaje desembocará, inevitablemente, en una aventura personal de difícil olvido. Y es que vivir la realidad del estrecho de Messina, ese lugar estratégico del Mediterráneo cuyas costas constituyeron la Magna Grecia, por donde anidaron todas las culturas incluso la Normanda, y donde dicen que Ulises fue tentado por el canto de las sirenas, será siempre una aventura privilegiada.
He vivido una temporada en Reggio Calabria y he cruzado varias veces el estrecho (no más de 20 minutos en los tradicionales y rápidos 'aliscafos') para visitar Messina, Taormina, Catania, etc. He intentado comprender cómo se respira esa atmósfera volcánica generada por el siempre amenazante Etna, en constante actividad. Y me he encontrado con el tiempo petrificado, con la historia, con la vitalidad del barroco en estado puro.
En la ciudad de Catania todavía se respiran las cenizas que hace más o menos un año sepultaron prácticamente la ciudad, alcanzando casi un metro de altura. La actividad volcánica y sísmica es imprevisible. En cualquier momento el subsuelo puede entrar en erupción. De hecho, esta Catania actual fue destruida totalmente por un terremoto en 1693, y fue totalmente reconstruida.
Una ciudad tardo-barroca totalmente nueva, sobre las antiguas trazas romanas, se alza ante nuestros ojos como si nada hubiera ocurrido. Una ciudad de piedras negras y porosas, volcánicas en todos sus zócalos, que contrastan extrañamente con todos los colores y 'pátinas' que los enfoscados han ido adquiriendo, consiguiendo una singular armonía de grises, ocres y terracotas. Una ciudad-festival de lo decadente, monumento tras monumento, palacio tras palacio, donde tan sólo la presencia del tráfico rodado, caótica como corresponde a este carácter meridional, nos acerca levemente al tiempo de la contemporaneidad.
Una ciudad que vive su propio tiempo, que no entiende de modas ni de estrategias culturales de última hora, con una historia tan personal, tan dramática —dicen que ha sido reconstruida totalmente en más de siete ocasiones—, que no necesita ningún tipo de justificación, de puesta al día. La precariedad de su existencia ha supuesto su grandeza.
Catania es un hervidero de vitalidad, y se manifiesta en cada rincón, en cada calle, en cada edificio. Inmuebles llenos de vida y de actividad conviven naturalmente con auténticos cadáveres, exquisitos cadáveres constructivos de una belleza extraordinaria, que parecen a punto de derrumbarse. Todo es normal. Todo es historia, por lo tanto todo es presente, y nada anuncia el futuro.
En la atmósfera de Catania no late tan sólo la amenaza del Etna. Se vislumbra en el alma siciliana la asunción de un imposible progreso, la estructura social se presenta como una pesada lápida que nada ni nadie podrá cambiar; las fuertes tradiciones, la familia, las mafias. Todo está controlado mucho antes de que se produzca. El turismo, la economía, la producción industrial, el imposible puente de unión con la península tan deseado por el inefable Berlusconi. Nada de esto cambiará nada ni alterará un ápice el existencialismo profundo, la madurez asimilada del que se sabe viejo y que ya nunca podrá volver a ser niño.
Y es que en Sicilia la realidad sigue superando a la ficción. Catania es un sueño barroco, borgiano, de una grandeza inusitada, sorprendente en una región de estas características. Es un sueño en blanco y negro, lejos de nuestras realidades urbanas tecnológicas y mediáticas.
Lo cierto es que un tipo de vida condenado a la tradición, o a quedar sepultado cualquier día bajo toneladas de lava, no dejará nunca de tener algo de hermoso. La hermosura de lo pétreo, de la vida congelada, de la intensidad de lo marginal, de aquello que se sabe efímero pero que siempre se manifestará como eterno.
* Javier Boned Purkiss es doctor arquitecto y uno de los miembros de la incipiente escuela de Málaga.
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