Si me dieran la oportunidad de escuchar a un solo músico de jazz tocar ante mí, elegiría sin dudarlo al incombustible Charles Mingus, icono de la música parida por el diablo y creador de una discografía que te pone la carne de gallina y los pelos tiesos como estacas.
De crío, mi viejo me empujaba a los conciertos del Jazzaldia a pesar de no gustarme una papa lo que allá sonaba, hasta que un día, de tanto remojar la oreja en leche divina -Stan Getz, Miles Davis, Dizzy Gillespie, Count Basie Orchestra, Phil Woods, Lester Bowie, Art Blakey, Wayne Shorter-, se me afinaron los oídos cosa fina.
Tengo que reconocer que en mis momentos mozos en Babia, pasé muchas horas atrapado por el sonido del contrabajo de orquestas, cuartetos, tríos o lo que se terciara, empapándome de un instrumento que emite el sonido responsable del feroz poder expresivo de la música de jazz; Dany Doritz, Jerome Harris, Percy Heath, Felton Crews, Charlie Haden, Gary Peacock, Cachao, Ray Drummond o tantos otros, son los que guisan verdaderamente el jazz y lo convierten en música hecha para cronopios.
Mingus mantuvo su oído atento del mundo y supo transmitir, colgado de un instrumento que es un armario, todo el pulso, el espíritu y la espontaneidad de la música heredada de Armstrong, Duke Ellington o Charlie Parker; echado hacia delante, arrollando, escupiendo acordes increíbles y traspasando todas las líneas delanteras de instrumentos para trepanar le sesera al escuchante, ¡vaya huevos!
Dicen los entendidos que Mingus tiene un tono potente y un sentido perforador del ritmo, capaz de elevar su instrumento por encima del viento; si hubiera sido tan solo un gran contrabajista, pocos recordarían hoy ese extraño apellido de origen afro-americano: fue el mejor, un genio de muy malas pulgas, capaz de abofetear a su pianista en plena actuación o dar un mamporrazo en la frente a todas sus trompetas juntas.
Sentarse delante de esta bestia en una silla y escucharlo debía ser parecido a empotrarse de frente con el convoy que empuja los cohetes hasta su plataforma, en Cabo Cañaveral. Ésa sería mi elección, y no otra; pedirle al bueno de Carlos que aporreara su bajo delante de mi puta cara.
Y luego me lo llevaría por ahí de tragos, que ya empezó el Jazzaldia; a tomar un pincho en La Cueva, una de champis, unas gildas, ración de croquetas y un par de vinos; cruzaríamos al barrio de Gros hasta la Bodega Donostiarra a seguir poniéndonos ciegos a chorizo picante y tortilla de patata -ten cuidado Charlie, que gotea-; visitaríamos al Teo en su cervecería del Chofre para zampar a dos carrillos cecina de caballo con aceite de oliva, ensalada alemana y bravas, ¡qué patatas, por dios! Una escapada al Urepel, ¿hace? Peru Almandoz nos guisa callos y morros juntos pero no revueltos que se te cae la baba al suelo, ya sabes, los labios pegados toda la noche, así que agarra pan y unta, aprisa, que se hace tarde y cierran las tascas, esto no es La Habana; en la Colchonería preparan tragos bien hechos, servidos con ganas y en el Altxerri, a dos pasos, podremos seguir pimplando antes de tirarnos al agua en pelota picada desde la pasarela del Náutico, en el puerto donostiarra.
Mingus vivió como un sioux, una enfermedad degenerativa lo tumbó en 1979 y sus cenizas se esparcieron en el río Ganges. Desde entonces, su música suena más potente que nunca y las nuevas generaciones se acercan a su obra, puesta en escena por distintos grupos vitaminados que se atreven a desempolvar de nuevo sus partituras, los Mingus Dinasty o la explosiva Mingus Big Band.
En 1974 y 1977 tocó en Donostia, mientras yo hacía el minga con la bici y rompía los nervios de mis padres en Hondarribia, a pocos kilómetros de la Plaza de la Trinidad. ¡Mira tú!
La web del festival recuerda que el 26 de julio de 2005 entregaron a su viuda, Sue Mingus, el reconocimiento a la salvaje carrera de su chico, colocando una placa de mármol en las paredes de la plaza en recuerdo del monstruo. Coincido plenamente con el comentario de Miguel Martín, que asegura que la Mingus Big Band ofreció esa noche el concierto de su vida, espoleada quizás por el sentido homenaje.
Afortunadamente, esa vez sí, estuve allí sentado.
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