Los hoteles, como los trenes en marcha, los cafés de madrugada o los hipódromos, siempre me han parecido escenarios muy literarios. Por eso he disfrutado como un verdadero enano en todos los que se han cruzado en mi camino, y he perdido los papeles por dormir en aquellos que aparecen en mis libros favoritos. Cuando viajo, los hoteles marcan mi destino y definen el rumbo que he de tomar; es una especie de caza obsesiva que te lleva de uno a otro y te deja el cuerpo florido.
Tomarse un Campari con soda y encender un puro en el Claridge’s Bar, beberse un Cubalibre en el Bar Hemingway del Ritz o apurar un Ron Collin’s en el Captain’s Bar del Mandarin Oriental son aventuras arriesgadas que te dejan el bolsillo tieso por un tiempo, pero divierten que es cosa fina; terminas de la mano de una bailarina china tuerta, abrazado a un marino mercante filipino, durmiendo con una cabaretera, cantando a Frank Sinatra, haciendo el más espantoso ridículo, o sintiéndote Aristóteles Onassis, pero sin su plata y sin su honra.
Una leyenda más vieja que el Martini blanco cuenta que un periodista llamó a un hotel distinguido en Nueva York y pidió hablar con el rey: "¿Con cuál de todos ellos?", le contestó la telefonista cortésmente.Sólo en sitios excepcionales puede haber más de un rey descansando o echando un trago sin que se note demasiado.
Mis libros están llenos de hoteles; reales como el Hotel de Covent Garden en el que Dickens mete en la cama a Pip, en 'Grandes ilusiones', o el Pera Palas de Estambul, construido para los viajeros del Orient-Express e inaugurado en 1882. En él se alojó el Sha Reza Pahlevi, el Rey de Inglaterra Eduardo VIII, Jackie Kennedy, el presidente francés Giscard d'Estaing o Josephine Baker; la habitación número diez fue ocupada por Atatürk; Greta Garbo se alojó en la ciento tres; Ernest Hemingway prefería la doscientos dieciocho; la de Mata Hari era la cuatrocientos uno y Agatha Christie escribió su Asesinato en el Orient Express en la cuatrocientos once. Allí dejó oculto su último misterio: a finales de los ochenta, una vidente americana conectó con el espíritu de la Christie en una sesión retransmitida por televisión y, desde ultratumba, la escritora le desveló que la llave del baúl que contenía sus diarios estaba escondida bajo la tarima de su habitación del Pera Palas.
¿Se han quedado helados? Pues les advierto que es como a uno se le queda el cuerpo serrano cuando está ante Rafael Moreno y lo escucha atento; un tipo espigado y elegante que ofrece lecciones magistrales de buen gusto y saber estar cada vez que enseña su Gran Hotel La Perla, el segundo más antiguo de España, una joya situada en plena Plaza del Castillo de Pamplona desde hace 128 años.
Cuenta el amigo Rafael que su papel consiste en administrar de la mejor forma el capital histórico artístico que encierran las paredes de su establecimiento e intenta que los huéspedes que franquean la puerta, bajo los arcos de la plaza, disfruten y sientan el sabor de la historia escrita en los muros de la casa; muchas habitaciones están dedicadas a clientes ilustres, viajeros que encontraron acomodo y trato distinguido como los reyes Alfonso XII y XIII, Cayetano Ordóñez, Julián Gayarre, Mariano Benlliure, Ignacio Zuloaga, Charles Chaplin o Imperio Argentina.
Cada huésped esconde una anécdota regalada para siempre a la ciudad que Rafael refresca y entrega en bandeja a quien lo atiende, manteniendo vivo cualquier instante transcurrido en su hotel, un verdadero lujo. Pablo Sarasate obsequiaba a la ciudad con un primer concierto de violín desde uno de los balcones y eran miles los pamploneses que acudían al encuentro; Juan de Borbón pasó clandestinamente la frontera en 1936 con una documentación que le acreditaba como trabajador del Hotel La Perla, y allí estuvo descansando; a Orson Welles, tras el rodaje de una de sus películas, se le olvidó pagar la factura al muy canalla; Manolete nunca consintió que su cuadrilla durmiese en otro hotel y la habitación de Hemingway se conserva tal y como la dejó el norteamericano, con los mismos bronces de los armarios o la estufa de hierro colado que secó las alpargatas empapadas del morlaco de Illinois.
El establecimiento es hoy más moderno que nunca, todo un despliegue de tecnología y comodidad, y su reapertura en 2007, tras dos años de obras, no sólo les permitió abrazar de nuevo su propia historia, sino que recuperaron para Pamplona uno de sus rincones más entrañables, el restorán Hostal del Rey Noble, que durante más de sesenta años regentaron 'Las pocholas', las hermanas Guerendiain.
En las habitaciones de los grandes hoteles se recrea uno como no es capaz de hacerlo en su propia casa, convirtiendo el nuevo espacio habitado en un refugio o en un angustioso encierro, en un lugar secreto en el que poder dar rienda suelta a lo prohibido, como morada para ejercer la excentricidad o bien sacar a pasear a lo siniestro o lo más perverso. Algunos buscan su casa fuera de su casa; otros, un escenario adecuado para el crimen perfecto; y los más listos, sábanas de hilo para recrearse en la infidelidad más placentera, buceando en ella hasta perder la respiración y el sentido de la orientación.
Esto es precisamente lo que les ocurrirá si llegan de noche al último destino de hoy, el Aire de Bardenas; no verán trigales, ni campos de alcachofas, ni los molinos hidráulicos que asoman desde el parque natural de las Bardenas Reales. Si en el preciso instante en que divisan a lo lejos unos módulos de cemento, como pabellones habitables que miran a las estrellas, se les cruza en su camino Chewbacca, C-3PO, R2-D2, Han Solo, Luke Skywalker o Darth Vader, no desesperen: ya están en casa. Llegaron a la ribera navarra y a su austera belleza serena y cósmica.
Pidan habitación con bañera exterior y dense un buen chapuzón bajo las estrellas.
¡Y que la fuerza les acompañe!
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