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Tú a Salou y yo a Zaragoza

Por DIANA LÓPEZ (SOITU.ES)
Actualizado 28-06-2009 16:59 CET

ZARAGOZA.-  Una suave brisa amenaza con llevarse mi toalla, mientras hago equilibrios para no derramar una copa de piña colada. Mi cuerpo levita entre el sopor y el relax, suspendido por microscópicos granos de arena blanca. A lo lejos, la línea del horizonte se divide entre el azul verdoso del agua y una torre de dimensiones colosales. Es posible que situéis esta crónica en Dubai o en la mítica Riviera Maya, pero nada más lejos de la realidad. Pertenece a una ciudad de interior, Zaragoza, y a sus sorprendentes playas fluviales.

Con poco más de un año de vida, este oasis de tranquilidad es un buen ejemplo de la Zaragoza post Expo. Una urbe que no solo se atreve a redibujar su sky line, con edificios de vanguardia como la Torre del Agua o el Pabellón Puente, sino que desafía a la imaginación, creando una playa donde antes había huertas.

No es un espejismo, las aguas del Ebro y varias toneladas de arena lo hacen posible. El resto es una cuestión de cuidada escenografía. A la perfecta postal no le falta una decena de palmeras y varias jaimas al más puro estilo ibicenco, perfectas para practicar el 'chill out'.

Por poco más de tres euros, siento que acabo de pagar por el mejor paquete turístico de mi vida. Nada que ver con los largos desplazamientos en el Seat 127 de mi infancia, cargado hasta los topes con tres niños y la abuela.

Y es que ser una chica de interior marcó inevitablemente mis veranos. Como muchos aragoneses, el estío era el pistoletazo de salida del obligado éxodo hacia Salou. Un enclave colonizado por miles de zaragozanos, que transformaban la localidad tarraconense en un barrio más de la capital aragonesa.

Afortunadamente, los tiempos han cambiado y las posibilidades de ocio en Zaragoza se han multiplicado por mil desde aquellos lejanos 80.

Aventura, cocodrilos y alguna que otra caipiriña

Lo confieso: mi piel malgastó todo su capital solar en la Costa Dorada y soporto bastante mal las jornadas al sol. Las playas solo representan una pequeña parte del Parque del Agua, así que decido seguir explorando sus más de 100 hectáreas en busca de nuevas aventuras.

Mi segunda parada me lleva hasta el Canal de Aguas Bravas. Otra muestra más del ingenio maño. Gracias a su diseño en zigzag y a unos potentes motores, el canal reproduce las sensaciones de un río de alta montaña.

Equipada con un chaleco salvavidas, me propongo revivir mi descenso al río Vero del verano pasado. Evidentemente, nada puede rivalizar con la belleza salvaje del Pirineo, pero estoy tan ocupada intentando no perder el equilibrio que apenas noto la diferencia.

A 12 metros cúbicos por segundo, la adrenalina se dispara para entrar de lleno en la aventura. La sensación continúa en el parque multiaventura, una especie de plató al aire libre en el que se podría grabar una secuela de Indiana Jones, con tirolina y puente tibetano incluido.

Muy cerca del Parque del Agua, en el antiguo recinto Expo, el Acuario Fluvial promete un viaje divulgativo a los grandes ríos del planeta, desde el Nilo hasta el Amazonas. No esperéis encontrar delfines, aquí mandan los depredadores de agua dulce como las temibles pirañas y los cocodrilos, uno de los platos fuertes del Acuario.

De vuelta al Parque del Agua, los amantes de los palos y la hierba mullida también tienen su hueco, en un campo de golf de ocho hectáreas muy alejado del pijerío de los clubes privados. Por unos cuatro euros, es posible adentrarse en los misterios de un deporte que pretende hacer cantera.

Un paseo más detenido me descubre algunos tesoros botánicos. Especies esteparias y exóticos bambúes dan paso a olivos y desgarbados sauces. Resulta fácil averiguar en qué dirección sopla el cierzo siguiendo la inclinación de sus troncos. Como a cualquier parque, a éste le falta la solera que proporcionan los años. Dentro de unas décadas, el «nuevo Central Park de Zaragoza», en palabras del alcalde Belloch, será un buen lugar para resguardarse del implacable sol zaragozano.

Hasta que llegue ese momento, yo prefiero despedir el día entre mojitos y capoeiras en la terraza de las playas. Imaginando que la arena que pisan mis sandalias es, por qué no, la de Ipanema.

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