Todos los Gobiernos de Alan García acaban manchados de sangre. Su primer Gobierno protagonizó hace 23 años la 'Matanza de los Penales', el asesinato masivo y extrajudicial de 300 presos amotinados, muchos de los cuales se habían rendido antes de recibir la descarga mortífera. Su segundo Gobierno va camino de otro récord de muertes. Entonces, los asesinatos se cometieron sin testigos. Se impidió la presencia de jueces, fiscales, directores de penales o periodistas. En esta ocasión ha habido luz y taquígrafos. Pero las explicaciones son similares: los campesinos están manipulados por terroristas que utilizan ideologías extrañas. Como si la pobreza endémica y el abandono histórico fueran causas impertérritas.
La democracia peruana es muy mortífera. Su Comisión de Derechos Humanos informó hace años que "el Perú era el único país del mundo que registró sin interrupción denuncias de desapariciones forzosas entre 1983 y 1996".
El ex presidente Alberto Fujimori, un hombre autoritario y promotor de autogolpes, fue demonizado. Su desagradable presencia permitió encaramarlo en el liderato de muertes extrajudiciales y desapariciones forzosas. Pero no se lleva la palma, ni mucho menos.
El Gobierno de Alan García entre 1985 y 1990 y el de su predecesor, Fernando Belaúnde Ferry, son los máximos responsables de casi 6.500 denuncias de desaparición forzosa presentadas ante la respetada Defensoría del Pueblo. Alberto Fujimori sí es culpable de haber sembrado la impunidad al decretar la Ley de Amnistía de 1995 que ha impedido hacer justicia.
La recuperación de la democracia peruana el 18 de mayo de 1980 coincidió con la primera acción pública y violenta de un oscuro y hermético grupo armado llamado Partido Comunista del Perú, rebautizado muy pronto por la prensa como 'Sendero Luminoso'. En sus dos primeros años y medio de vida hubo menos de 200 muertos.
Pero Belaúnde tomó una decisión drástica que iba a provocar un baño de sangre: instauró en diciembre de 1982 el estado de emergencia y entregó el mando a unas fuerzas armadas que desconocían la lengua y la idiosincrasia de los indígenas. "La diferencia cultural entre las fuerzas del orden y los campesinos creó una distancia inevitable. Las tendencias racistas agravaron el problema de comunicación. El desprecio y la infravaloración de los sectores campesinos o indígenas, considerados como no humanos o ciudadanos de tercera categoría, permitieron que se violaran masivamente sus derechos civiles", se lee en un informe de la Comisión de Derechos Humanos.
Sus comandantes siguieron una estrategia mortífera: "No importaba si el número de muertos ascendía a un centenar con tal de matar a un solo comunista". Niños y adolescentes entre 14 y 18 años fueron secuestrados y sus cuerpos nunca han aparecido. Fueron tirados a los desfiladeros y comidos por las alimañas.
En los dos siguientes años del Gobierno de Belaúnde, el número de desaparecidos alcanzó los 3.000. La llegada de Alan García al poder no redujo esta tendencia alarmante. Sus jefes militares seguían usando la fuerza bruta en los departamentos más conflictivos.
Los fiscales de derechos humanos que recibían las denuncias de madres y esposas quechuas parlantes apenas aguantaban unos meses en sus puestos por culpa de las amenazas de los militares y sus aliados. Aunque peregrinaban diariamente a los acuartelamientos para pedir explicaciones, los oficiales de guardia los recibían con la misma letanía: "el general está muy ocupado".
En aquellos años viajé varias veces al departamento de Ayacucho donde se produjeron el 64,8% de las desapariciones forzosas. Los generales que lideraban los Comandos políticos-militares eran dioses a los que nadie en sus cabales rechistaba. Los ciudadanos que no colaboraban eran considerados senderistas o terroristas. "Mi profesión es la guerra y al que saca los pies del plato le doy con todo lo que tengo", explicaba explícitamente el general Petronio Fernández Dávila.
Si hubiese justicia todos ellos estarían hoy encarcelados y también los responsables de sus nombramientos. Si hubiese justicia Belaúnde no hubiese tenido un funeral de Estado cuando murió, ni Alan García hubiese repetido como presidente del Perú.
El Estado peruano se enfrentó a este problema con una indiferencia total. Sólo Fujimori ha sido acusado de crímenes de lesa humanidad. Hasta principios de 2000 los estudiantes peruanos pensaban que la desaparición forzosa se había producido en países vecinos como Chile, Bolivia o Argentina, cuando el número de desaparecidos peruanos cuadriplica el de Chile o se acerca al de Argentina.
La desmemoria se instaló en el país andino y la violencia protagonizada por el estado fue un tema tabú. Se ha avanzado más en las investigaciones en países secuestrados por violentos regímenes militares como Chile o Guatemala que en el Perú democrático. Como si los desaparecidos durante la democracia tuvieran un valor ínfimo o como si la democracia verdadera fuese todavía un sueño en uno de los países más racistas del mundo.
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