EL CAIRO (EGIPTO).- Cuando esta mañana, hacia las 12, Barack Obama iniciaba su alocución frente al público de la abarrotada sala principal de la Universidad de El Cairo, la intervención que todavía no había pronunciado llevaba ya días y semanas elevada al rango de acontecimiento histórico. Se esperaba del presidente estadounidense una firme declaración de intenciones, un mensaje de concordia hacia el mundo islámico que se distanciara de los desencuentros y enfrentamientos constantes durante el mandato de su antecesor. Una censura más o menos explícita de la agresiva política exterior aplicada por la administración Bush a partir de septiembre de 2001; la promesa, en fin, de ese "nuevo comienzo" que venía a titular el discurso que tanta expectación había suscitado.
Y si esos 45 minutos de bonitas palabras ya formaban parte de la historia antes de que se abriera el micrófono, si la mayor parte de los comentarios y análisis que fluyen hoy por el mundo podrían haber sido escritos ayer o hace un mes, todo ello se debe al carácter simbólico del evento. Esto es, que lo que tan ansiosamente se esperaba era la materialización de unas formas antes que un contenido que, aunque meritorio, ha resultado previsible.
El morbo consistía en ver cómo el presidente del mismo país que se había distinguido por recalcar su supremacía militar y económica con manifiesto desinterés por las posiciones ajenas venía a cantar las excelencias del multilateralismo y la necesidad de cooperación. También en la evidencia de que el mundo islámico, considerado el principal damnificado de esta ola de veleidades imperialistas, tan sólo podía sentirse halagado ante un discurso que se le dirigiera de forma directa y que sirviera para afirmar explícitamente que las teorías del choque de civilizaciones de Samuel Huntington no constituyen los presupuestos ideológicos de la política exterior de EEUU. En este sentido, el guión se ha respetado con exquisita corrección y cabe esperar que esos tres cuartos de hora de declaración de buenas intenciones y de exaltación de los valores comunes sirvan para alimentar la impresión entre los musulmanes menos escépticos de que las cosas pueden cambiar.
Terminológicamente, es reseñable que Obama haya evitado las ambigüedades: así, ha dejado de lado el escurridizo término "Occidente" (citado sólo cinco veces) mientras que explicitaba su carácter de portavoz exclusivo del pueblo estadounidense. Por otro lado, su interlocutor ha sido definido desde el principio como el "Islam" o "los pueblos musulmanes" (citados 22 y 44 veces respectivamente), mientras que lo "árabe" tan sólo ha aparecido cuando se ha hecho mención al conflicto palestino-israelí. Las minorías religiosas de la región de Medio Oriente también han contado con su alusión explícita, pero de todos modos parece claro que el destinatario de tan señalada intervención venía a ser fundamentalmente ese complejo conjunto de países, culturas, lenguas y gente, compuesto por unos 1200 millones de personas y que se extiende desde Marruecos a Indonesia.
Lo que se les ha anunciado a todos ellos revestía en última estancia escasa novedad: rechazo inequívoco del terrorismo, compromiso para evacuar Irak y Afganistán, voluntad de diálogo con Irán y la necesidad de una solución biestatal para el conflicto palestino-israelí; todo ello aderezado de apelaciones más o menos generales a la democracia y a la libertad religiosa, anuncios de cooperación educativa o científica, así como programas de desarrollo.
Tan abigarrado discurso es fruto de meses de preparación, y ha sido de agradecer un mínimo esfuerzo por respetar los matices y evitar el nivel innecesariamente epidérmico. Por ejemplo, Obama ha disociado la cuestión del velo de su exigencia de garantizar la instrucción femenina, precisión oportuna sobre todo cuando se dirigía al mundo desde una institución repleta de estudiantes veladas. Igualmente, ha aceptado antes de abordar el dosier nuclear iraní que ningún país sin excepciones debería desarrollar programas análogos de carácter bélico, una clara alusión a Israel que evoca la voluntad de aparentar cierta equidistancia. Notable excepción, una abstrusa alusión a la libertad religiosa en la España musulmana ("lo vemos en la historia de Andalucía y Córdoba durante la Inquisición"), de cuestionable coherencia.
Así las cosas, lo de hoy venía a ser una misión de seducción a la que el antiguo senador de Illinois ha sabido dotar con las oportunas dosis de demagogia, con un prólogo sobre las excelencias históricas del pensamiento y la ciencia musulmanes, citaciones coránicas más o menos gratuitas para apuntalar puntos de su exposición o un saludo en árabe cual turista que hace cola para visitar el Museo Egipcio, detalles todos ellos saludados con efusivos aplausos. No en vano, el hecho es que, por obvia que pueda resultar, la afirmación explícita de que el Islam no es una fuerza oscura de caos y barbarie, confortará muchos oídos. Y aunque parezca poco oportuno esperar ningún tipo de delirio proestadounidense en las calles musulmanas, son pasos de este tipo —aquellos que buscan incidir en el nivel de las representaciones y las percepciones del otro— los que pueden terminar revelando el interés de usar el poder blando en las relaciones internacionales. Porque al margen del legítimo escepticismo que esta clase de iniciativas (o la famosa Alianza de Civilizaciones, mencionada en el discurso) tienden a engendrar, su más o menos sincera humildad y su voluntad consensual poseen la vocación de apaciguar las iras, los resentimientos y los estériles debates de identidades cruzadas, a la espera de que la administración Obama ofrezca un resultado tangible que aporte a las esperanzas y a los discursos un carácter justificadamente histórico.
*Juan Ruiz Herrero es arabista y residente en El Cairo.
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