La expectación entre los periodistas políticos es enorme. Agolpados en las escaleras del patio del Congreso, les puede el morbo de ver a Bruni y Sarko descender del coche. Sus señorías esperan a los novios dentro del Hemiciclo. Se mueren de ganas, también, pero se deben a su condición. Por fin se para el Mercedes y ohhhh, decepción sólo baja el presidente francés. "Ha venido solo, pero si estaba previsto que le acompañara Carla", comentan los presentes con amargura. La banda de música toca los himnos de los dos países y cuando la delegación desaparece para ocupar sus puestos en la Cámara, Carla Bruni sale del coche.
Su papel de francesita ideal resulta sublime. Ladea la cabeza y se mueve a base de pasos cortos y delicados como si levitara. Sube hasta la tribuna de invitados y se sienta justo detrás del reloj. Pantalón de talle alto que se adhiere a su cuerpo como una segunda piel, blusa blanca de amplio cuello y una chaqueta negra corta de manga tres cuartos. Carla se interpreta a sí misma y posa como si Avedon disparase. Juega a ser inmaterial, acentúa la blancura de su piel, maneja las manos con la profesionalidad heredada de su madre, concertista de piano. Las señoras y señores diputados tienen asegurada la tortícolis. El giro de cabeza y el escorzo que había que realizar desde los escaños para cotillear a la lánguida Bruni resultaba peligroso.
José Bono repasa la historia de España tratando de enfatizar todo aquello que une a los países vecinos, rivales por naturaleza, condenados a quererse aunque no sea el primer impulso. Bruni reposa la barbilla sobre los dedos con timidez. Bono va ya por la lucha contra el terrorismo. Primera ovación cerrada de los diputados. Carla se impacienta y mira a los ministros de su marido. Se coloca el flequillo, coge el bolso con cadenita del suelo, le asalta el impulso de abrirlo y retocarse los labios. Frena, sabe que está demasiado expuesta y pide a su ayudante que le cambie la silla para poder sentarse detrás de una mesa con faldas. Las palabras de Bono finalizan y Sarkozy se pone en pie. Mira a su mujer, que se encuentra frente a él, en el otro punto del diámetro. La señala cómplice, con el dedo índice como insinuando "ella es mi chica" o "va por ti, mi amor".
Sarkozy comienza su brillante alocución. Enfatiza, se recrea, controla los ritmos y el tono, habla sonriendo como los locutores profesionales porque saben que la voz resulta más amable. Bruni desaparece de la escena, sigue allí, revisando sus sms, reviviendo el color de su boca, pero Sarkozy la ha engullido. Nadie vuelve a mirarla mientras su marido instruye a Zapatero sobre el papel que debe desempeñar durante la presidencia española de la Unión Europea. Vende su intermediación para que España estuviera en el G-20 y promete que, "en tres años, Barcelona estará a menos de tres horas de Lyon en TGV". Enfatiza la noticia con gráficas exclamaciones. El sueño de que Francia abra la puerta de los Pirineos: un grandilocuente compromiso que en los pasillos cuesta creer a algunos diputados. Mª Dolores de Cospedal sigue tan fascinada sus manidas recetas exprés contra la crisis que cuando se refiere a la reactivación de la línea de alta tensión, parece recorrerle una descarga.
"A pesar de la moralina liberal y del proteccionismo inquietante que propugna, Sarkozy ha dado una lección de comunicación política. Fantástico, cómo maneja. Uno de los grandes hándicaps de los políticos españoles es su incapacidad para improvisar y prescindir de leer el discurso. En eso, tenemos mucho que aprender", reflexiona un diputado popular. Opinión parecida expresa un socialista con mucho oficio a las espaldas: "Es un magnífico orador, sobreactuado a veces pero efectivo, sin duda. Nos ha mantenido atentísimos, incluso a Fraga".
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