Le acaban de dar el Pritzker a Zumtho. Pocas veces el aplauso del mundillo profesional ha sido tan unánime. Sospechosamente unánime diría yo. Me explico. Vaya por delante que es indudable la calidad de su producción. Sus escasísimas obras son una delicia para los sentidos. Cuidadas hasta sus más nimios detalles, con la precisión y esmero que el artesano suizo lleva dentro, nos recuerdan aquellos tiempos en los que la arquitectura era un oficio lento y manual.
En estos tiempos virtuales y veloces, Zumthor se aferra a la textura y la pausa. Su arquitectura nos hace reconocer palabras casi olvidadas como belleza, sensualidad o perdurabilidad. Este ejercicio de memoria cualificada justifica sobradamente el premio concedido.
Pero no nos equivoquemos. Estos días he leído alguna loa del personaje que me ha hecho sonreír. Una cosa es que reconozcamos los viejos valores de la arquitectura que Zumthor, con gran maestría, se empeña seguir reelaborando en sus obras, y otra es que pretendamos hacer de ellos la esencia de la disciplina en la época actual. Una cosa es admirar, respetar y aprender del talento plástico del ermitaño suizo, y otra es pretender seguir su modelo para derribar las propuestas de otros grandes arquitectos de nuestro tiempo, ocupados y preocupados por problemáticas que van un poquito más allá del pueblecito de los Alpes.
Zumthor encarna como nadie el mito del arquitecto artista; diría que está ferozmente inclinado hacia la vilipendiada vertiente artística de nuestra profesión. No hay en él ni una concesión a la dimensión social de la arquitectura; ni a la economía de recursos; ni a la participación e interacción con el usuario final; ni…. Él es un artista antiguo y total; todo magia e inspiración. Comienza y termina sus obras con total autonomía para que perduren en el paisaje por los siglos de los siglos. Por eso me sorprende el aplauso monocorde de mucha crítica que, por lo general, denuncia violentamente este tipo de actitudes tachándolas individualistas y narcisistas.
Haré yo entonces de abogado del diablo, y voy a recordar, con un poco de humor, algunas de las características del trabajo de este maestro artesano que parecen haber sido sibilinamente olvidadas:
Me viene a la memoria una estupenda cena que disfruté hace más o menos un año en un conocido y carísimo restaurante madrileño. Todo fue excelente hasta que el joven y talentoso chef en la charleta final de cortesía que se ha puesto tan de moda y me resulta tan fastidiosa (arruina la sobremesa), definió su cocina como básicamente "democrática". Eso sí que no. ¡Acabábamos de pagar un pastizal en una sala con no más de seis mesas! La cena fue deliciosa, divertida, variada, sorprendente, etc… pero desde luego, no fue "democrática".
Zumthor no ha cometido jamás este error (que yo sepa). Nunca ha dicho que sea una cosa diferente de lo que es. Nunca ha hecho proselitismo de su peculiar y parcial forma de afrontar lo arquitectónico. Sólo un despistado total podría pretenden extrapolar y generalizar un sistema de trabajo tan tremendamente particular y elitista, que muy difícilmente tiene sentido fuera del estricto marco en el que se ha producido.
Sin ninguna duda el viejo oficio del arquitecto merecía su premio. Le tocaba. Pero por la romántica y justa admiración que todos sentimos hacia el último mohicano que hace fuego con dos palitos, no hagamos la tontería de tirar el mechero que tenemos en el bolsillo.
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