Decían hace unos días por la radio que la razón por la que muchas personas tejen en su ombligo unas curiosas y antieróticas pelotillas es que la vellosidad intraumbilical del hombre crece en espiral. Pero hay gente que no tiene pelotillas (¿no tendrán vellosidad?) y puede vivir sin hurgar allá donde la madre le alimentó en sus nueve meses de vida no computable. Y hay otra gente que, con pelotillas o sin ellas, insiste en mirarse aquello que Juana La Loca cortó con sus propios incisivos y, a fuerza de contemplar, descubren elementos tan inesperados como globos rojos. Es la gente del cine. Y en su ombligo tienen arrebullada la pasión por su oficio.
Es lo que le pasa, al menos, a Hou Hsiao-Hsien, director taiwanés que consiguió con películas como 'Millienum Mambo' o 'El maestro de marionetas' la difícil tarea de que nos aprendiéramos su complicado nombre. Ya había empleado este método para alumbrar una película excelente como 'Café Lumiere', que sirvió de homenaje al cine en general y a Ozu en particular. Ahora estrena en España 'El vuelo del globo rojo', con el que vuela hasta París —donde se lleva también sus marionetas— para reinterpretar en clave de reverencia a un filme sutil, conciso y precioso dirigido por Albert Lamorisse ganador de la Palma de Oro en 1956: 'Le ballon rouge'.
Este globo bermellón viene con una cuerdecita muy graciosa que es demasiado tentadora como para no tomarla y dejarse llevar a un mundo que puede ser apasionante y visceral. Pero otras veces demasiado estomagante. Porque Hsiao-Sien demuestra no sólo que su ombligo es especial, sino que es la única persona que, después de un colocón de helio, consigue que su voz cinematográfica no sume octavas hasta el registro de Pitufina, sino que se sumerja en el territorio abisal de la gravedad. Juliette Binoche, en medio de cuyo vientre oscarizado no es que haya un piercing precisamente, protagoniza en plan camaleón rubio la película y también va un poco con el viento parisino: a veces vuela alto, a veces se estanca entre el batiburrillo de antenas de los tejados con vistas al Nôtre Dame. Con estos ingredientes, no es de extrañar que, todos juntos, fueran invitados hace dos años a inaugurar el gran ombligo del séptimo arte. El que acumula arena de una playa llamada La Croisette y que decidió que un taiwanés tan afrancesado merecía el título de 'Un certain regard'.
Pero esa cierta mirada, la de la pleitesía del autor hacia su quehacer, puede tener el mismo efecto que sobre muchos directores supone dirigir a sus esposas: demuestran ser un poco calzonazos del celuloide. Como le sucedió a Darren Aronofsky con Rachel Weisz o a Guy Ritchie con Madonna, después de unas carreras harto interesantes, sólo pudieron conseguir que sus respectivas señoras salieran espectaculares en pantalla al convertir el plató en extensión de su lecho matrimonial. En términos de calidad cinematográfica mejor no entrar ni en el caso de 'La fuente de la vida' ni, por supuesto, en el de 'Barridos por la marea'. No sabemos nada de la vida personal de Hsiao-Hsien y, la verdad, no nos importa. Pero parece que el amor de su vida es el cine y en 'El vuelo del globo rojo', efectivamente, se ha plegado a él y lo ha captado con respeto, con hermosura pero con una notoria pérdida de criterio artístico. Se ha hecho el lío en lo que viene siendo 'hacer una película' y contar algo a los que no viven casados con una cámara. En todos los homenajes, por supuesto, los amigos y la familia del laureado se emocionan y consideran que el discurso era altamente emotivo. Pero cualquiera que no atraviese la barrera del conocido y tenga un poco de distancia percibe las altas dosis de autocomplacencia y querría decir en alta voz aquel diálogo de 'Pulp Fiction': "No empecemos a comernos las pollas todavía".
'El vuelo del globo rojo' ha tardado en llegar a las pantallas españolas, pero si se hubiera estrenado a tiempo, quizá le habría dado que pensar a Pedro Almdóvar para no caer en el mismo error con 'Los abrazos rotos', otro sentido tributo a los lenguajes cinematográficos al que el espectador tiene la sensación de no haber sido invitado y en el que la belleza puntual y el regodeo esteta no acaba de contagiar al conjunto.
Pero igual que Cassavetes sí consiguió catalizar su amor a Gena Rowlands y traducirlo en verdaderas obras maestras del cine , ¿no pueden existir directores que canalicen su gremiocentrismo en esa misma dirección? Pues evidentemente. Desde Erice a Tornatore, pasando por Woody Allen y Stanley Donen, hay un sinfín de maestros. Pero siempre nos gustarán más los que, como Billy Wilder, optaron por ejercer esa rara habilidad que es la autocrítica y lavar los trapos sucios en esa obra maestra que es 'El crepúsculo de los dioses'. Ahí sí hizo justicia a la grandiosidad del cine. Y con ella consiguió que, bajo un estado de profunda ira, Louis B. Mayer pronunciara su frase más memorable: "¡Cabrón! Has deshonrado a la industria que te convirtió en alguien y te dio de comer!". "Que te jodan", le contestó el ombligo austro-húngaro y bien aireado de Wilder.
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