Mariano José de Larra nació en medio de una España convulsa, desgarrada, una nación que se debatiría a tientas, en busca de estabilidad, durante todo el siglo XIX. De sobra es sabido (y si no lo saben se lo decimos nosotros) que Larra parte a Francia con apenas cuatro años cuando su padre, médico de la corte de José Bonaparte, se ve obligado a huir al final de la guerra. Tras unos años en el extranjero, donde aprenderá a desenvolverse en francés tan bien como lo hará en castellano, vuelve a España. La profesión paterna, sometida a continuos cambios, imprimirá en el carácter del joven una sensación de continuo desarraigo, de no pertenecer a ninguna parte, que se convertirá pronto en una de las cualidades más reconocibles del articulista.
Ese desarraigo tiene la culpa de que Larra sea un escritor al que podemos sentir como forastero y propio a un mismo tiempo, un satélite alejado del resto de nuestros literatos, pero en el que casi todos se ven reflejados. Pocos escritores hay tan reivindicados como éste que nos ocupa: célebre ya en vida, los románticos que le sobrevivan le van a elegir como estandarte, como hará también la Generación del 98, Ramón Gómez de la Serna y gran parte del 27 (los Infames le hemos elegido no sólo por su cuidada literatura, también por su estudiado aspecto de dandy calavera, siempre impecable con su levita y su perilla y porque no dudaba en gamberrear reventando convenciones y lanzando piedras a las ventanas de los poderosos). Resulta irónico que un escritor que no se reconocía plenamente como español satisfaga a todos los bandos, a todas las ideologías, a escritores de todas las tendencias.
'El castellano viejo', 'Vuelva usted mañana', 'Un reo de muerte', 'El café', 'El casarse pronto y mal'... si uno consigue zafarse de aquellos años de instituto que tan fácilmente convierten la literatura española en sinónimo de aburrimiento, descubre en los artículos de Larra, que han superado con creces la caducidad del medio para el que estaban pensados, un mundo de experiencias e ideas. Larra escribió poesía y teatro, pero si ha pasado a la posteridad es gracias a sus artículos periodísticos, en los que describe con lujo de detalles el Madrid de la época, volcando en ellos sus ideas progresistas con las que esperaba contribuir a la reforma y desarrollo del país. De hecho, Larra será un pionero entre los intelectuales europeos al condenar públicamente la pena de muerte. Su interés por el devenir político del país le llevará incluso a participar en las elecciones de 1836 (con más éxito que Pombo en las últimas generales, apuntamos).
Un momento. ¿Pero no se suponía que el género que se ocupaba de la realidad era, precisamente, el Realismo? ¿Cómo puede considerarse máximo exponente del Romanticismo español a un articulista tan comprometido? Los textos de Fígaro, el seudónimo que le volverá inmortal y le convertirá en personaje destacado de la escena madrileña, no son sólo costumbrismo. Se reconocen en ellos, a pesar de la objetividad intencionada, retazos de la vida del autor. Larra no es capaz de describir lo que le rodea sin estar describiéndose a sí mismo, de criticar unas costumbres en las que a su pesar él también participa, de querer transformar una sociedad a la que pertenece y de la que no puede escapar. Larra se adelanta a Oscar Wilde convirtiendo su vida en su mejor obra. Sus artículos destilan un cierto aroma trágico, literario... y cuando ya no puede desligarse de su escritura, cuando su vida se ha vuelto de dominio público y todo Madrid la conoce y la sigue, nos brinda sus piezas más conmovedoras e inquietantes: 'El día de Difuntos' o 'Nochebuena de 1836'. Palabras que están manchadas irremediablemente con su existencia, igual que la camisa manchada de sangre que morbosamente sacarán de gira en este bicentenario.
La obra de Larra continúa viva porque asentó las bases de gran parte del periodismo actual, o porque fue pionero en poner de moda entre nosotros las tertulias literarias. Su tertulia del Café del Príncipe, donde se reunía con Espronceda, Mesonero Romanos o Martínez de la Rosa, no ha dejado de ser imitada por los escritores y artistas posteriores. ¿Y quién puede negar que la legión de columnistas que asola nuestros periódicos no son herederos de la tradición de Larra? En ocasiones superando con creces su esnobismo...
Es de sobra conocida la secuencia de acontecimientos que llevarán a Larra al suicidio: después de esas elecciones de 1836, en las que salió elegido como diputado por Ávila (pero que un golpe de Estado truncaron a los dos meses), después de una relación adúltera y la muerte de su amigo Campo-Alange, a Larra se le derrama el tintero y se queda sin nada más que decir. Agotada su literatura, se agota su vida. Y acaba con ella un 13 de febrero de 1837, a los 27 años, una edad que la música popular del siglo XX ha querido convertir en simbólica, la edad a la que murieron mitos como Hendrix, Cobain, Joplin, Morrison...
Las previsibles obras que aprovecharán el tirón del bicentenario ya están en las estanterías, como 'Larra. Biografía de un hombre desesperado', de su descendiente Jesús Miranda de Larra (Aguilar), pero los Tipos Infames recomendamos también algunos textos clásicos:
*Carlos Serrano es tercio de Infantería y aprendiz infame a tiempo parcial. Alfonso Tordesillas, Gonzalo Queipo y Francisco Llorca forman el colectivo literario 'Tipos Infames'.
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