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Los clavadistas de Acapulco, tras el quimérico sueño de ser olímpicos

EFE
Actualizado 20-03-2009 19:38 CET

Acapulco (México).-  Son una de las principales atracciones turísticas de México porque se lanzan de cabeza al mar desde un acantilado de 35 metros sin miedo a los escasos cuatro metros de profundidad, mientras sueñan con ser olímpicos, una opción que parece muy lejos de convertirse en realidad.

Tres de estos famosos clavadistas (palabra que viene del término clavado, alusivo al salto de cabeza) de La Quebrada, el lugar donde se lanzan al mar en el famoso balneario de Acapulco, en el Pacífico mexicano, explicaron a Efe que su sueño es viajar a la capital para entrenar en la categoría olímpica.

Son Alejandro Balanzar, Yovanni Vargas y Alexis Enriquez, los tres de 17 años.

Consultado por Efe, el presidente de la Federación Mexicana de Natación, Javier Careaga, aseguró esta semana que es poco probable que los clavadistas de Acapulco tengan alguna opción para llegar al equipo olímpico.

La disciplina es una de las que más medallas olímpicas le ha dado a México en los últimos años y en Pekín 2008, el país ganó un bronce en trampolín 3 metros sincronizados con la pareja de Paola Espinoza y Tatiana Ortiz.

Además, los expertos opinan que los saltos olímpicos son muy diferentes de los de los clavadistas de La Quebrada.

Sin embargo, las ensoñaciones olímpicas siguen poblando las mentes de Alejandro, Yovanni y Alexis cada vez que se lanzan al mar.

Ellos no son más que un ejemplo de una tradición que se remonta a hace 75 años y que es seguida por muchos jóvenes.

En ese mítico punto de Acapulco, ciudad de moda a mediados del siglo pasado, con visitantes ilustres como Elizabeth Taylor, Frank Sinatra, Johnny Weissmuller y María Félix, hay aproximadamente sesenta saltadores que van desde los diez años hasta que el cuerpo aguante, como ellos mismos bromean.

Al lanzarse, esperan que la ola correcta haga que la profundidad del agua alcance los cuatro metros de profundidad mínimos para garantizar la seguridad en el salto, y no supere los cinco, pues las olas grandes conllevan corrientes peligrosas.

José Luis Álvarez, otro de los clavadistas, explicó a Efe que son muy comunes los hombros dislocados, los huesos rotos e incluso los desprendimientos de retina y de cuero cabelludo, todo ello sólo por el choque con el agua.

Afortunadamente nunca se han contado muertos entre sus filas, aunque algunos turistas, queriendo emularles, sí se han matado a lo largo de estos años, reconoció.

Álvarez no tiene miedo a pesar de todo y su hija Iris, de quince años, ha sido la primera clavadista mujer de La Quebrada, lo que ha hecho que sea incluida en el libro de Guinness de los Récords.

Ella salta desde la mitad del acantilado, y prefiere pensar en los detalles técnicos del salto instantes antes de hacerlo, como el tiempo de caída, la velocidad del viento y la altura de la ola, para que no la venza el miedo.

Comenzó de niña, como un juego, imitando a su papá, tíos y amigos, con saltos de un metro que todos le celebraban, pero poco a poco fue aumentando la altura y la seriedad, por lo que se ganó su puesto en los saltos del acantilado.

Fernando Ontiveros, de 20 años, se inició tarde en La Quebrada, con dieciséis años. La mayoría lo hacen entre los diez y los diecisiete.

Sólo los más experimentados se lanzan desde arriba del todo, donde hay dos altares a la Virgen de Guadalupe.

Los demás se van repartiendo por la escarpada superficie, con una altura mínima de diez metros para el salto.

Hay dos fechas especiales para ellos: a finales de noviembre, cuando se celebra el campeonato mundial de clavados de altura con participantes de docenas de países, y el 11 de diciembre, un día antes del día de la patrona de México, la única ocasión en que el espectáculo es gratuito.

Los saltos se realizan cinco veces al día, por la mañana y de noche, y en la última sesión los clavadistas se lanzan con antorchas de fuego en las manos para hacerlo todavía más espectacular.

De cabeza, haciendo volteretas o diversas piruetas, el objetivo del salto es el mismo, conseguir el aplauso de los turistas y una buena propina para mantener viva la tradición.

Aunque el sueño de la llama olímpica sea todavía una quimera.

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