GAZA.- "¿Quieres saber qué opino del futuro? Ahí está escrito", dice Saleh, señalando una pared en la que se lee: 'We will come back' (Volveremos). Saleh es granjero, como casi todos entre los Samouni, una inmensa familia (más de 400) que se ha convertido en un símbolo: 29 murieron, 25 aún están en el hospital, seis de ellos fuera de la Franja. Un clan con mala suerte: allí acamparon muchos soldados durante dos semanas. Da miedo preguntar por el futuro en Zaytoun, barrio del sur de Gaza City, epicentro de lo peor de una ofensiva que terminó hace un mes: un basurero embarrado de árboles caídos, un sinfín de moscas entre cadáveres de pollos y montañas de piedras que fueron casas.
Saleh, tras pasar una semana en una tienda de la Cruz Roja "pegada a una cloaca", ha montado una casita de barro frente al montículo que fue su hogar, uno de los 18 que ha perdido la familia. No quiere paquetes de comida, quiere cemento. "Y aún espero los 4.000 euros que prometió Hamás", susurra, fumando una sisha en la falda de la escombrera que fue su casa, de la que no ha podido rescatar nada. Cuenta el espanto: el asedio, el hambre, cómo murieron los suyos, cómo convivieron con cadáveres durante seis días. Su hijo Neervat, que quiere ser periodista, sirve un té, y remata: ¿quieres ver más pintadas? Me señala una casa, de las pocas medio en pie del barrio, propiedad del dueño de dos granjas con 50.000 pollos masacrados. Allí se lee: Arab 1948-2009, Fuck Gaza!, Idos o morid... Muy cerca, Abeer, una campesina a la que obligaron a encerrar durante dos semanas el cadáver de su marido en un cuarto, que vio mientras huía como un perro se comía las piernas de un muerto, poco antes de que a su niña se le detuviera el corazón por el disparo de un francotirador cuando ondeaba la bandera blanca, dice, en un eco del primer graffiti: "Volverán en un año y medio".
Claro que no todas las zonas arrasadas por los tanques se han convertido en el Apocalipsis de Zaytoun. Ni todos los soldados serán iguales. Los hubo con miedo y los hubo, también, ex colonos fanáticos evacuados a la fuerza en 2005.
La mayor parte de Gaza es una sonrisa triste con algún hueco entre los dientes. Deambular por los 45 km de norte a sur o por los 15 del mar al este es ver casas envejecidas, con viruela de tiroteos antiguos, 17.000 con boquetes o muros caídos, 4.000 reducidas a cenizas. Eso hace que 20.000 familias clamen lo mismo: apertura de fronteras para que entre cemento, muebles, piedras, cristal, material de construcción. También lo pide Majdi, 20 años, imán desde los 12 de la mezquita más grande de Jabalia, hecha trizas, donde en sus ruinas la gente sigue rezando y los niños se cuelan entre los agujeros. Y también empresarios como Tawfik, gerente de una fábrica de Pepsi, parcialmente dañada por un misil, en la que hace tres años trabajaban 400 obreros y hoy, tras un bloqueo que le impide importar plástico y cristal, sólo 100. ¿Cómo se las apaña? Tras dudar, reconoce: lo trae por los túneles que comunican la Franja con Egipto.
Unos túneles que dan trabajo a miles de parados de Rafah y alrededores. O daban, porque al parecer siguen detenidos, por la vigilancia egipcia y las bombas que, día sí día no, todavía caen del aire desde el fin de la guerra. Es lo que cuenta Mohammed, que lleva siete años arriesgando el pellejo bajo la tierra. "Lo que más deseo es que Hamás y Fatah hagan las paces, que se firme una tregua verdadera y encontrar un buen empleo. Los túneles son una mierda. Vería bien que los cerraran si termina el aislamiento", reconoce este chico, ex adicto al Tramadol, el opiáceo más popular en Gaza, y ex estudiante de Económicas en la Universidad Islámica, que tuvo que dejar en 2º por falta de pasta y por lo difícil que era moverse entre chekpoints hasta la evacuación de los colonos.
Khaled, otro parado en Rafah con una bala alojada en la espalda desde 2003 y una niña con sonotone desde hace un mes por el continuo rugir de bombas, coincide en los deseos del excavador de túneles, pero se muestra más pesimista. "No me vale ni Abu Mazen, que colabora con Israel en Cisjordania, ni los de acá. Y no es justo que nos muramos de miedo. Sin seguridad no hay futuro, y sin economía no hay seguridad. No creo en treguas: nunca se cumplen. Y no quiero compasión. Quiero que mi hijo no llore de miedo cuando se desate una tormenta". Y un médico vecino, cabreado con la ayuda internacional, expone: "Más acción política y menos humanitaria, que se restablezcan nuestros derechos y que la comunidad internacional obligue a que se cumplan. Quiero que nos devuelvan la dignidad, no ambulancias nuevas". Y otro, en la soledad de su casa, apostilla: "¿Para qué sirven esas ambulancias? Muchas son ahora cochazos oficiales del gobierno".
Escarbando no es difícil encontrarte con quejas anónimas al Gobierno. Un taxista que cada vez que habla de Hamás frunce el ceño y se mesa una barba que no tiene, también le cabrea el triunfo que claman los islamistas. "¿Qué victoria es válida con 1.400 muertos de tu pueblo sobre la mesa?" Y añade, mesándose de nuevo la barba imaginaria: "¿Ves a ese hombre? Hace dos años era celador en un juzgado. Hoy es teniente de la policía". También hay bastantes médicos que, sin ser de Hamás -ni votarles-, reconocen que, desde hace año y medio, hay menos armas en las calles y que los hospitales funcionan mucho mejor.
Pero pese al color político de cada uno, a casi todos les entristece el larvado conflicto interino. "Israel cierra el grifo y nos ataca cuando quiere, ¿y nos peleamos entre nosotros? Eso nos debilita", reconoce una enfermera, simpatizante del Frente Popular, que vive en un barrio de Jabalia plagado de milicianos y que tuvo que evacuar su casa una decena de veces. De la misma opinión es Ahmed, hermano del mujtar (jefe) del clan de los Abed Rabbu, que ha perdido a 13 familiares durante la ofensiva. "En todos los países hay un gobierno y aquí dos. De nada valdrá la ayuda si no se unen".
Hay nuevos desplazados (100.000 entre una población de un millón de refugiados) que piden otra casa o que al menos, como Shiham, el centro de la ONU donde les alojan no separe a hombres y a mujeres en cuartos distintos. O pescadores como Ahmed que, cómo mínimo, pide a Israel que nos les dispare, y que les deje pescar más allá de tres millas de la costa, mientras ve, frente a sus narices, cómo barcos egipcios faenan sin miedo, o cómo en la lonja casi todo el pescado es israelí. Y otro deseo más, tristemente repetido entre gente muy preparada: que me dejen salir de aquí. Bassel, economista, tiene al hermano en Suecia, y cuando pueda se pira. Lo mismo Iyad, estudiante de informática que domina tres idiomas y vive en el campo de refugiados de Nuseirat. Hace un mes, cuando los soldados abandonaron la Franja, se tiró 30 horas durmiendo. Ahora quiere olvidar. ¿El peor momento? El 9 de enero: 20 horas encerrado en una habitación sin agua ni comida con la puerta atrancada por un misilazo que reventó la casa de sus vecinos: el abuelo herido, su hermana gritando, los padres desaparecidos y una niebla perenne de ceniza tras los cristales rotos. "Pensé que todo el mundo había muerto y que las bombas explotaban en mi cabeza". ¿Si puedes te irás? "Sí. Para seguir formándome. Pero luego volveré".
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