En este momento, como todos los inviernos desde 1999, una nube de contaminación envuelve el sudeste asiático y el Océano Indico septentrional. Su procedencia ha tenido a los expertos desorientados: ¿es un producto del tráfico automotor? ¿O de las centrales térmicas de carbón? Ni lo uno ni lo otro; se trata mayormente del resultado del humo generado por la combustión de biomasa en cientos de millones de hogares humildes. El inesperado dato arroja un serio reto a las estrategias medioambientales actuales.
La nube de más de 1.600 metros de espesor, además de empañar la visión y la salud de quienes viven entre la península Arábiga y el mar Amarillo, captura la radiación solar y provoca un enfriamiento regional capaz de contrarrestar el calentamiento del efecto Invernadero. Pero eso tiene su contrapartida: al chupar la humedad del aire, la capa de hollín flotante descalabra el ciclo del monzón, con el consiguiente aumento de sequías e inundaciones. Las partículas, al depositarse sobre los glaciares del Himalaya, hacen que estos absorban más luz y aceleren su deshielo. Un panorama poco halagüeño.
Y aún no hemos dicho nada de su efecto en los pulmones de los sufridos asiáticos. Como apunta el experto en Química Ambiental de la Universidad de Berna, Sönke Szidat, "la contaminación por partículas es responsable de enfermedades respiratorias y cardiovasculares, síntomas agudos, enfermedades crónicas e incluso muerte". En el sur de Asia sus efectos malsanos se acrecientan, agrega Szidat, debido a las elevadas concentraciones atmosféricas de carbonilla, un aerosol carcinógeno entre otras cosas.
Identificar el origen de esa calima tóxica resulta fundamental de cara a adoptar las medidas correctoras adecuadas. Esa ha sido la tarea cumplida por el equipo del sueco Örjan Gustaffson y sus colegas indios y maldivenses. Mediante análisis de radiocarbono de diversas muestras de aire han cuantificado las contribuciones precisas de los combustibles fósiles y de la biomasa; esta última en concreto aporta entre el 50 y 90% de las partículas de hollín, especifican en un artículo publicado hoy en 'Science'.
Sucede que en aquellos pagos la gran mayoría de la gente no tiene acceso al gas y a la electricidad, ni al keroseno o al carbón de piedra; sólo disponen de leña y boñigas con las que alimentar sus hornillos y estufas. También acostumbran a quemar bosques para ganar terrenos cultivables y a deshacerse con fuego de los residuos agrícolas y forestales. En resumen: unas prácticas extendidas de cuyo impacto ambiental recién ahora se empieza a tomar conciencia, y lo peor, todas ellas muy difíciles de erradicar.
La nota esperanzadora la pone el hecho de que las susodichas partículas no permanecen en la atmósfera más de unos días o semanas, lo cual autoriza a confiar en una "rápida respuesta del sistema climático una vez la quema de biomasa haya sido atajada", se sostiene en la mencionada publicación.
De los datos recabados, Gustafsson y los suyos deducen que la lucha contra la contaminación no debe limitarse al control de los gases de los automóviles o de las centrales térmicas. Llaman a actuar contra la pobreza y a la vez a suministrar a los países afectados la tecnología verde que les permita reducir las emisiones de hollín de la biomasa quemada en pequeña escala. O sea, otra labor gigantesca para añadir a las que ya tenemos planteadas. Y una nueva pieza para el puzzle climático, que no deja de complicarse al compás de lo que arrojan las investigaciones.
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