Aburre el juego de espejos al que acostumbran ciertos chefs y críticos. Cuanto más importante sea el cocinero y mayor relevancia mediática tenga, hace sentirse al crítico un verdadero cruzado armado en misión divina. Escribir sobre un chef consagrado e inmortal permite disfrutar a la crónica y a quien la redacta de todo un lustre que enriquece a los dos oficios en un interés común, una especie de rebozo áureo del que debe ser muy difícil bajarse. Hablar de arte culinario, así, a la ligera, concede patente de corso al chef que pasa a denominarse artista y autoriza al cronista, a su vez, para el ejercicio de la crítica artística.
Muchos se cansaron ya de aguantar a quienes pontifican y sentencian sobre lo in, out o trendy que es un restorán y todas esas tonterías que suenan a editorial de la revista Telva. La interpretación que del comer y del beber hacen e hicieron quienes se acercan a la mesa por escrito, con voz propia, es lo que verdaderamente interesa a quienes cabecean hartos de que se les traduzcan y deshuesen las últimas tendencias. Como escribe Sánchez-Ostiz: "de arte —o de eso— es fácil escribir porque es una superchería de campeonato y galimatías puro y da igual arre que so. Basta con tener descaro, ojo y ese oído que tienen algunos para hacer suyas ideas ajenas y convertirlas en caja. El bien vivir, y me refiero a ir escuchando Chet Baker o el 451 de Mozart por la calle sin colgajos en las orejas, es otra cosa. Más cuesta arriba. Es un empeño en el que hay que poner toda la carne en el asador".
DESCONFÍA DE LOS CRÍTICOS y de sus maltrechas guías. En primer lugar por ser atendidos como Cardenales y estar siempre invitados en la mayoría de restaurantes en los que jaman como cebones, y por visitar, en segundo término, demasiados locales y no tener jamás deseo y hambre. Quienes no restringen sus escapadas a comer con el fin de guardar intacto el placer de jamar fuera de casa, nunca descubrirán con apetito una cocina y podrán sentirse en el pellejo de un cliente normal para el que una comida fuera de casa es un momento especial y festivo que cuesta mucho dinero.
"¿Creéis que los sacerdotes se deleitan mucho con la comida?", preguntó Montaigne, dando respuesta, claro está, a renglón seguido: "la saciedad hace que les resulte más bien enojosa, pues festines, bailes, mascaradas y buen Champagne regocijan a quienes no los ven a menudo y ansían verlos, pero a quien hace de ellos un hábito, el gusto se le vuelve insensible y desagradable. Tampoco las mujeres excitan al que goza de todas las que desea. Quien no se concede tiempo para tener sed, no podrá deleitarse al beber".
Nada entorpece tanto y es tan desganado como la abundancia, pues.
HOY LA GASTRONOMÍA SE HA CONVERTIDO en un sobre que no cierra, en esa vaca gorda y absorta que mira ensimismada el paso de un tren, en una vieja dama cabreada y neurótica que se larga dando un portazo, hablando sola. Pero volverá. En los restaurantes, el público querrá ser atendido como se merece, las cartas se escribirán con letra clara, podrán fumar y en definitiva, se encontrarán con el comedor de antaño. Volverán a la mesa los signos de buen gusto, servilleteros, jarra de agua fresca, cenicero y la sala, así, recobrará con alegría su verdadera carta de naturaleza de estancia feliz. Renacerá la gastronomía, como una nueva suerte de filosofía, y cocineros y clientes se reencontrarán. Los primeros guisarán orgullosos, y los segundos, escucharán de nuevo rugir su estómago.
Los comensales, ya puestos, exigirán a quienes les sirvan los vinos, que cesen de darles la murga con sus fondos exclusivos de bodega y las odiosas temperaturas de degustación. Que los camareros no les tomen por abedules y dejen de vestirles las mesas como lo harían para ellos mismos o para sus colegas de profesión. Reclamarán ser atendidos a sus llamadas con amabilidad y tomados en consideración, dejando las botellas a su alcance o sirviendo un pan prieto y crujiente. Rogarán que en cocina se olviden de una vez de los polvos mágicos desperdigados por la vajilla, de aspecto cursi, pues hace ya más de veinte años que el asunto de los "trazos" está más visto que el TBO.
¿Es mucho pedir que el ritmo de la comida lo lleve el cliente sentado a la mesa? Reclamarán el bendito derecho de acudir al restaurante, tengan mucha o poca hambre, cansados de sufrir la tortura de enfrentarse a menús infinitos que acaban con la salud y la paciencia de muchos, fulminando las ganas de repetir visita. Que el chef nos escuche y nos deje hablar, sin interrupción, pues algunos andan cansados de que se les perdone la vida.
Todos somos corderos igualitos de Dios, así que el cliente no tolerará que le sople la gaita el chef maestrillo subido de tono, pues de haberlo, ese maestro —piensa— ha de ser él, monarca en ciernes al que se debe el mayor de los respetos —en estos tiempos tormentosos de crisis, por cierto, el comensal se deja ver por los restoranes cada vez menos... ¿por qué será?—. Adorémoslo, el cliente es el rey y añora los tiempos felices en los que se levantaba de la mesa tras comer en un tiempo prudencial.
Pero en el fondo, ¿qué quieren los chefs? Que estemos bien y cocinar para nosotros, los conozco a todos. No pueden ocultarlo, desearían reencontrarse con el placer de cocinar y acomodarse en los gestos imprescindibles para el ejercicio de su oficio. Sazonando un guiso que se estofa sobre la plancha, amansando la intensidad del fuego; usando las varillas batiendo crema fresca en un bol; bridando un pollo bien rollizo; volcando una ración de menestra en salsa sobre el fondo de un plato, jugando a 'mecanos' con sus diferentes verduras para obtener volúmenes y hermosura a la vista; metiendo los dedos en la sal; reduciendo un jugo suavemente hasta llevarlo al instante preciso en el que se presta a condimentarse y dejarse a punto, echando mano de toda la experiencia acumulada para reducir su acidez, aumentar su dulzor, potenciar su sabor, eliminar el exceso de grasa acumulada o aromatizando el conjunto con preciosas gotas de alcohol envejecido para convertir un simple líquido hirviente en puro verso, que en vez de leerse, se come con cuchara, mojando sus restos con pan.
ESTOY SEGURO DE QUE MUCHOS DARÁN EL PASO y se reencontrarán de nuevo con el placer perdido de convertirse en guisanderos cocineros, dejando de ser chefs. Jean Marie Amat en Lormont, Hilario Arbelaitz en Oiartzun, Olivier Roellinger en Cancale o Bernard Pacaud en París son personas felices porque cocinan. En menor medida ejercen de chefs, pues son, sobre todo, cocineros.
Por todo esto, el siglo XXI, que comienza torcido, será nuevo de veras en lo gastronómico. Rewind, las bases de la cocina decorativa del siglo XVIII, capitalizadas por la restauración del XIX, fueron abandonadas con la renovación iniciada en 1970. Las viejas salsas y fondos, auténticas bombas indigestas, se reemplazaron por caldos reducidos, jugos o emulsiones de verduras y plantas aromáticas frescas. Las cocciones se acortaron y los adornos se volvieron inútiles en un sistema que vio migrar el corazón de la decoración, sucesivamente, de la mesa a la bandeja y luego al plato, convertidos tanto en creaciones de diseñador como en obras de cocineros. Asistimos a una especie de salto desde la arquitectura y la albañilería —típica de las grandes piezas de la cocina de la corte, en la que la ostentación se situaba por encima del sabor y la lógica de los alimentos y sus combinaciones—, a favor de la pintura y la escultura de las preparaciones servidas en el plato y que recurren hoy a Rothko, Pollock, Calder o Serra en una estética de conjunto que disfraza nuestra cocina con un velo de rasgos místicos y orientales, nipones.
VEREMOS RESTAURANTES DE GRAN LUJO en los que un Alain Ducasse se situará ante uno —sí, sí, ante uno—, feliz —sí, sí, feliz y sonriente—, para arrancarse con unos riñones de ternera con mostaza —simples, sí, pero difíciles de hacer extraordinarios—. El mundo, entonces, será un lugar feliz. Cierto que las facturas serán astronómicas, pero no será problema, pues el negocio estará hecho y cerrado entre dos tipos felices, el cocinero y el comensal que se zampó la riñonada. Después de todo la gastronomía consiste en esto, ¿no?, alcanzar el bienestar de quien obra y del que come y paga. ¿De qué sirve hacer feliz al comensal si en muchas cocinas un ejército de autómatas puteados obedece a un chef que no sabe dónde dormirá hoy o comerá mañana?
BATALLAS CAMPALES sobre asuntos del comer las habrá siempre. ¿Qué significó aquella nueva cocina setentera de la que muchos chefs hoy se sienten herederos? "Es una gastronomía de discurso, discurso sobre el producto, discurso sobre el asunto, discurso sobre la preparación, discurso sobre el paisaje, discurso sobre lo difuso, discurso sobre lo impreciso, discurso sobre la escasez, discurso sobre lo tibio, discurso sobre lo breve, sobre la filosofía, sobre la ligereza, sobre la quintaesencia", ironiza Raymond Aron en 'Les Temps Modernes'. La comida termina por confundirse con el discurso gastronómico.
LA COCINA ORNAMENTAL Y DE PASTICHE que acrecienta el sueño y escamotea lo real, que se la coma el gato. Peleemos por el reconocimiento cultural y patrimonial de la propia gastronomía y rindamos profundo respeto a todos los hombres y mujeres, a sus gestos y a su saber hacer para que, a través del mundo civilizado, reproduzcamos y perpetuemos los actos de cultivar y elaborar con respeto, cocinando, comiendo o bebiendo.
Algunos países centran bien su esfuerzo creando en torno a su patrimonio gastronómico un verdadero logos, un discurso contemporáneo que empezó a forjarse en el XVIII y que sigue siendo, hoy por hoy, la principal tarea pendiente de esta Europa empachada e idiotizada de soberbia que destruye con irritante indiferencia tantos productos y elaboraciones forjados por la naturaleza y la mano del hombre en el transcurso de los últimos siglos. Sin comerlo ni beberlo nos pasteurizan a todos.
Estos mismos días, asistimos atónitos a la guerra librada entre Estados Unidos y Francia a propósito de la negativa europea de entrada de carne norteamericana y la medida de represalia americana al triplicar los aranceles a la importación de queso Roquefort francés. Me encantaría saber la opinión al respecto del colega Perico Legasse, sabedor de la desaparición de muchos quesos artesanos que hasta hace bien poco poblaban, orgullosos, el paisaje francés. La implacable legislación sanitaria que Michel Barnier, —ministro de Agricultura galo—, aplica para evitar la entrada de esa carne norteamericana, es parecida a la que guillotina sus queserías, provocando una verdadera sangría con la pérdida de verdaderos tesoros gastronómicos. Como escribe Carlo Petrini, fundador del movimiento Slow-Food, el mundo valdrá la pena el día que llore de la misma forma la pérdida de una especialidad quesera regional y el derrumbe de la Catedral de Notre Dame de Paris.
A fin de cuentas, a los pocos artesanos que quedan en la región de Aveyron elaborando Roquefort de extrema pureza, les encantará ver crecer más despacio los enormes pabellones industriales de quienes elaboran el queso que tendrá dificultades para venderse en la Quinta Avenida de New York.
Y acá algo ganaremos al cambio, pues las canales de vacuno americanas que no pisen nuestro suelo hubieran servido para procesarse en inmensas industrias, reducidas a apestoso embutido o comida para perros. Así que todos aquellos que tengan conciencia gastronómica solidaria han de alegrarnos con esta noticia de actualidad. El asunto no va con nosotros. Resistamos con ejemplar empeño o como podamos, pero no cedamos terreno a lo soso y plastificado. Que nuestros gobernantes no nos cuenten milongas; defendamos nuestras propias señas de identidad comiendo y bebiendo con sensatez y compromiso.
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