En los primeros años de la década de 1980 se extendió esa pringue de la cosa 'New Age'. Aparte de un compendio de soniditos cerebralmente amortiguantes y antimodernos era, supuestamente, una nueva manera de pensar y de estar que venía refinándose desde los 60. Puro estiércol ideológico, que no era más que el egoísmo de toda la vida reempaquetado en clave minimal-finolis. Lo peor es que caló. Y esa infección fue a alojarse donde más sitio encontró: en los vacíos sesos de una clase acomodada que se había quedado en pura cáscara a base de decirle que no a todo. Unos giles que eran de Chiclana, pero querían vivir ascéticos como un sueco. Manchegos jugando a ser atávicos celtas de gélidos sentimientos. Místicos neoforrados. "Menos es más, menos es más", "¡Viva la pirámide, muera la esfera!", "El ciervo es positivo, el toro negativo...". Estas gileces se podían oír en boca de bachilleres que no podían argumentar que estaban borrachos porque no bebían más que infusiones. La gente que no bebe siempre ha sido poco de fiar. Me ahorro dar más detalles de tan funesta tribu. Hoy andan reculando. ¡Alabado sea Tutatis!
De entre toda la quincalla cerebral que eyectaron estos salados de la Nueva Era hay una frase que fue, y sigue siendo hoy, la que más repugnancia y furia me produjo al oírla de labios de uno de sus santones: "La gente no debe de preocuparse de la felicidad colectiva. Debe preocuparse de su propia felicidad. Así, haciendo la suma de todos los hombres felices habremos conseguido un mundo feliz." ¿Les recuerda a algo la frase 'Un mundo feliz'? Gracias a que, pese a lo que se diga, la gente lee algo más que billetes de metro y botes de gel, estas teorías no han cuajado. ¡Alabado sea Tutatis, bis!
Hace unos días me topé con el sabiondo título de la exposición de Txema Salvans: 'El logro de la felicidad'. Y mientras veía sus fotos, el maldito título me dio que pensar. Y he de reconocerlo: tiene razón el Salvans. Sus fotografías lo demuestran: la felicidad, la mayoría de las veces, tiene mucho que ver con la capacidad humana de construir, de transformar, de buscar, de intentar y de lograr. Viendo sus fotos uno se da cuenta de que no existen los felices, por un lado, y los que se creen felices, por el otro; sino que basta con creerse feliz para serlo. Eso sí, no culpemos a una mujer calcutí con la cara churruscada por el ácido de no haber conseguido ser feliz y de habernos fastidiado la suma.
Reconforta volver a comprobar que la fotografía es una potente herramienta para conocer al ser humano. Un medio de conocimiento. Un espejo, un podio, o una picota para las ideas. Y, a la vez, su esqueleto, su cuerpo, su apariencia.
El tal Salvans (Barcelona, 1971) es lo que se dice todo un fotógrafo. Cuajado, rotundo, frontal y serio. Y todo un humorista. Agudo cazador de lo más obtuso. Autor de algunas de las fotos más hilarantes de los últimos 20 años. Un fotógrafo callejero, campista, y playero. Un retratista de lo ibérico a pleno sol, en plena siesta. Un psicoanalista del dominguero profesional que tiene al carácter del españolito medio tumbado en la toalla.
Allá va una foto: es verano (en las fotos de Salvans casi siempre es verano) en el camping de batalla. Desde el centro de la imagen un gigante acorazado con una camisetilla negra, y que parece haberse tragado una tortuga, avanza con un ramillete de flechas en la mano. Un tanga brota entre sus ingles. A la derecha, un arquero de casco brillante y peto peludo monta su arma. A treinta pasos un escudero apaña un par de dianas. Una empalizada de madera los proteje de un rótulo invertido que clama desde el cielo 'La Ballena...'.
Allá va otra (más desconocida, más reciente y de formato cuadrado): la mitad superior podría ser la perfecta ilustración de un anuncio de segunda mano, un coche gris sobre un fondo de cemento arrabalero. En la inferior, vemos que el coche está aparcado justo en el epicentro de un terremoto. Bloques de hormigón tratan de acomodarse al neonato precipicio. Y, lo juro, una familia se solea sobre los escombros. Hasta han colocado una sombrilla. Parecen felices.
No cuento más. Estas joyas se pueden disfrutar hasta el 16 de febrero en el centro cultural Blanquerna de Madrid (calle de Alcalá, 44). Lo que viene a ser la embajada cultural de Cataluña en Castilla. La exposición es pequeña, pero merece la pena. Las imágenes una a una son soberbias. Juntas son todo un tratado.
* David de la Torre y Sofía Moro son nuestros colaboradores de fotografía
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