"Los días buenos le leo en voz alta. Le leo alguno de sus preferidos: El placer de cocinar, El recetario de Constante Spry, Cocina de Margaret Costa para las cuatro estaciones. No siempre dan resultado, pero son los más fiables y he aprendido a saber lo que le agrada y lo que debo evitar. Ni hablar de Elisabeth David, por ejemplo, y odia a los famosos chefs modernos. «Sarasas», grita. «¡Sarasas con tupé!». Tampoco le gustan los cocineros de la tele. «Mira: payasos de tres al cuarto», dice, aunque yo le esté leyendo justo en ese momento. Una vez probé con él Londres para sibaritas, 1954, y fue un error. Los médicos me advirtieron que no le convenía sobreexcitarse." Julian Barnes
Debo avisaros, no me queda más remedio. Quién en estas líneas hará de guía no es un lunático, ni un iluminado, pero sí un obseso. ¡Ojo, pues! Simplemente ejerce de cocinero en el exilio o, si soy capaz de resolver una imagen menos tragicómica, siente su espíritu herido, como el de Petitrenaud, aquel cónsul francés que encontró refugio en Constantinopla entre sus viejos libros mientras ardían en enormes y oscuras columnas de humo las mejores ideas y todo el pensamiento acumulado por el siglo de los siglos, amén, digo, francés: el XVIII. Queridos lectores, lo advierto, él insistirá: ¡estamos asistiendo a la deshumanización de la gastronomía!, os dirá una y mil veces. No os estremezcáis. Si os percibe débiles, temblaréis.
Las variaciones Goldberg son muy peligrosas, no me cabe la menor duda. Si uno las escucha del piano de Glenn Gould y se dispone a preparar un steak tartare, por poner el caso, siente irremediables ganas de asesinar al primero que se cruce en su camino. Siempre he pensado que es necesario crear el ambiente apropiado para disfrutar de todo lo que a uno le rodea, incluso si eso puede provocar dolor o muerte. Qué más da. Una especie de culto a la belleza al más puro estilo de Gabriel Matzneff, que, para que os hagáis una idea, sentiría desmedida predilección por una estética a caballo entre Lord Byron y la rasmia de Ciorán. ¡Qué miedo!, ¿no?
Desde luego, no puede considerarse como objeto doméstico aquello que, además de hermoso, no se emplee con asiduidad y tenga una función concreta. ¿De qué sirve guardar esos trapos de estampado imposible que olvidó una vieja novia en los cajones de la cocina? ¿O almacenar ese plato de loza imposible que deja a la vista horribles grabados celestes de escenas de caza del zorro inglés, cuando uno apura la terrina de paté de campagne que arrincona en el fondo de la heladera? Es mejor desprenderse de todo aquello que hace daño a los ojos y de todos esos objetos que se hicieron para poblar los estantes de espíritus baldíos abandonados del elemental y único sentido del buen gusto. A mí me ponen muy nervioso. Pero sigamos con ese steak, no desviemos la atención del verdadero asunto a tratar, ese que ocupa todos y cada uno de los segundos de mi vida: la preocupación por el mínimo detalle.
Las notas del piano sobrevuelan lastimeras por la cocina y, en mi caso, con un cuchillo de acero alemán bien afilado en la mano y un pedazo de espaldilla de vaca sobre la tabla de cortar, recuerdo esos personajes de Lovecraft (imaginad un sueño de horrores sin fin), que siempre tememos aparezcan en cuanto uno baja la guardia y pasa confiado la página de uno de sus libros. Deslizar el cuchillo sobre el músculo y hacer un corte limpio es puro gozo, al igual que sentir la carne picada en minúsculos dados bien regulares, acomodados en un bol de porcelana inmaculada. Limpiamos el rastro de sangre dejado sobre la tabla y seguimos con el ceremonial, mientras sobrevuela Bach el terrible. Apuramos el filo. Cortamos pepinillos encurtidos (nunca entendí qué pintan la cebolleta cruda picada y las alcaparras en un steak), y los añadimos a la carne. Vuelta de molinillo de pimienta, sal, una pizca de mostaza de Dijon, salsa de soja, Worcestershire, yema de huevo cruda, aceite de oliva virgen y una punta de salsa Mahonesa. Mientras damos vueltas con una cuchara y espolvoreamos una generosa cantidad de cebollino finamente picado, uno ha de tener la precaución de no subir la intensidad de la música para no volverse loco y comenzar con la sangría que desea, pero no es capaz de provocar. Aún.
El hombre es el más curioso de los animales, pienso. Ha inventado la cocina y considera la muerte un arte, incluido el enterramiento, una auténtica ceremonia cargada de hermosas imágenes mechadas con el más terrible de los ruidos: el silencio. El verdadero enigma es saber por qué nosotros, que vivimos en un mundo preocupado constantemente en la producción masiva de cuerpos para los campos de combate, consideramos a los humanos buenos para matar pero malos para ser guisados (Marvin Harris). Yo no tengo agallas, me digo rechinando los dientes, no sería capaz de cocinar a un semejante. Aunque pensándolo bien, lo guisaría si me lo dieran deshuesado. Entonces sí lo haría.
Hay ciertos platos que John Lanchester define como agresivos, rápidos y sangrientos que se guisan en primavera, el momento en el que el suelo brota tierno, renace la vida y parece que la cocina debiera ser amable, renovada y luminosa. Es cierto. La literatura te muestra el verdadero sentido de todo aquello que, a pesar de llevar una eternidad ante ti, no eres capaz de alcanzar a descubrir. El detalle amigos, no lo olvidéis. En mi caso, la bonanza de la primavera ha sido siempre incuestionable y a lo sumo, el único rastro de crueldad latente en esa estación es el obseso rito de sacrificio que se aplica a ciertas criaturas fetales que terminan irremediablemente en la cazuela, estofadas en menestra, asadas o guisadas de alguna forma obtusa.
La embriaguez de un placer conduce al placer siguiente. Yo sigo con mi razonable culto a la hermosura, al reencuentro del feliz objeto, del utensilio apropiado que debe rodear cualquier preparación en los fogones. Una cazuela Le Creuset es fundamental para lograr un tacto que amanse al monstruo que llevo dentro y evite así que salga y monte una de la suyas. Esas ollas del color del infierno son recias, solemnes, tienen algo de terapéutico como si uno supiera que todo va a salir bien antes de arrancarse con el dorado de una pieza de tamaño indefinido. Su fondo pétreo permite colorear de manera generosa, dorar las piezas de forma homogénea, dejando pequeños restos adheridos que se tuestan y requeman, permitiendo recuperar posteriormente un jugo dorado por el que Julian Barnes, estoy seguro, hubiera entregado al fuego cualquiera de sus libros. ¡De cuánta sabiduría nos priva la cocina, ella que repleta está de culto y ciencia! A muchos les impide hasta leer, de rendidos que caen en sus camastros.
¡Excusas! ¿Cuánta sabiduría hay encerrada en el hombre dichoso que sabe hacer un jugo bien domado, sabroso y sazonado?
Siempre me asombran esos cocineros que son capaces de preparar infinidad de caldos prudentemente elaborados, límpidos, casi cristalinos, que transforman en salsas bien reducidas teniéndolas horas y horas hirviendo lentamente, de manera imperceptible, tornándose a fuerza de concentrar su colágeno y gelatina natural, en salsas untuosas, densas, con espíritu malévolo acrecentadas por esos toques de genialidad que sólo un chef de buen criterio y excelente buen gusto es capaz de emplear: una pizca de mantequilla Echiré, unas gotas de viejo Cognac, Armagnac u Oporto, vinagre de venerable vino anciano reducido a sirope, sangre aún caliente aligerada con vinagre blanco, vísceras convenientemente salteadas y hechas puré o golosinas de este estilo. Muchos, capaces de este tipo de imposibles, se entregan al sumo arte de sentirse ya saciados de su propio culto et cultus. Ya está. Yo ya hice. Yo, mi, me, conmigo. No sienten empacho de ellos mismos. Se retiran a sus aposentos, a rumiar. Aquí os hablo de steak tartare, de steak tartare, de steak tartare y es la muerte, la muerte, la muerte, quien viene hacia mí. Hacia ti. Hacia todos vosotros.
Cocinando y comiendo, morimos irremediablemente. Si leyéramos más, nuestro seso no necesitaría blanquearse para hacerse rebozado. Las venillas que atraviesan sus lóbulos serían tan finas que pasarían inadvertidas bajo una fina capa de tenue rebozado. Y viviríamos mejor. Me río yo del gellan, la kappa, la iota, el agar y su primo el metil. Leer sí que es gelatinoso: si te lo propones.
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