Hace un año exactamente, en casa tuvimos un problema mayúsculo cuando cenábamos entre amigos para celebrar la Noche Vieja: un comensal trajo cochinillo para cenar, a sabiendas de que mi mujer no soportaba ver las cabezas asadas de los animales. Se lo había advertido: en mi casa no. Pero llegada la hora, el invitado hizo caso omiso de la advertencia y sacó las cabezas a la mesa, de modo y manera, que tras un gran escándalo, se armó la marimorena con levantadas de la mesa, insultos y la de Dios es Cristo. El tema de las cabezas ha sido desde ese día tabú en nuestra casa. Hasta anteayer.
Sin entrar a juzgar la talla moral del invitado que no respeta la voluntad de la anfitriona y se comporta en casa ajena de semejante manera, puede ser éste un buen momento para retomar una pequeña reflexión que alguna vez hemos tratado ya en Glotonia.
Estos días comemos mariscos de todo tipo, capones, patos, , cochinos, corderos..., como si toda las especies hubieran nacido para llenar nuestra panza. Pero recuerdo que un día un amigo cocinero me dijo que en Occidente no soportamos que aquello que comemos nos mire. Que por ello retiramos los ojos de los pescados, que no aprovechamos las cabezas de los pollos y de otros animales. Que eso no es así en otras partes del planeta donde con las cabezas preparan platos muy solicitados.
A mí, personalmente, me cuesta mucho hincar el diente en cierto tipo de despojos: pulmones, corazón, orejas, crestas y todo eso. Aunque patas, riñones, hígados y demás son de mi agrado. Pero reconozco que cada vez que puedo, me enfrento a la cuestión concreta de las cabezas y voy a un lugar que se llama Casa Manolo, y pido un par de cabezas de cabrito asadas. Es una liturgia privada que me aproxima como nunca a la certeza de que para comer hay que matar y que, por más que lo intente, no conseguiré dejar de ser una animal más. Normalmente lo hago cuando voy sólo o con alguna bestia parda de mi talla. Y me acuerdo de que, cuando niño, en casa se mataban conejos, gallinas y otros bichos con la mayor naturalidad. Era habitual desplumar aves, despellejar animales y la sangre era un componente más en las cocinas proletarias cuando chorreba en la fregadera.
Hoy en día nuestros hijos no ven la muerte ni de lejos. No se imaginan que para comer esas salchichas que comen, o esas pechugas, antes ha tenido que actuar el matarife.
Anteayer sucedió que mi hija de nueve años, mi hijo de once y yo fuimos a comer a Casa Manolo. Ambos me advirtieron por el camino: ni se te ocurra pedir cabeza de cabrito. No lo soportamos.
Lo decían, sin duda, por el impacto que les produjo el suceso que había ocurrido en casa un año antes, ya que ellos nunca han tenido ocasión de ver una cabeza de animal sobre un plato, y están acostumbrados a no rechazar a priori algo que antes no han probado. Pero me impusieron la condición, y yo la acepté.
No obstante, llegado el momento, me dieron permiso: si tanto te apetece, pide las dichosas cabezas. Yo creo que, íntimamente, deseaban asistir al espectáculo irreverente que les proponía y que les apetecía certificar que, efectivamente, su padre es una bestia parda.
Y fue así que me vieron comer la lengua, los sesos y demás partes de aquellas cabezas. Y, aunque yo intentaba ocultarles la parte más carnal, jugaban conmigo: mira se le ven los ojos, te están mirando.
Digamos que aquel espectáculo nos condujo a una conversación sumamente interesante cuyo tema central era, precisamente, el de que para comer hay que matar. Mientras se zampaban una pata de pollo y unas chuletitas de cordero, les dije que alguien tuvo que matar antes aquellos animales que también ellos comían, y que, en realidad, no hay mucha diferencia entre comer una cabeza o una costilla o una pata. Dijeron entonces que es comprensible que existan vegetarianos, aunque concluyeron que también una lechuga o una col, al ser cortada, sufriría a "su" manera. De alguna forma resultó ser una comida iniciática para ellos dos. Se dieron cuenta de la realidad de las cosas, sobre todo cuando el niño sentenció: cada vez que se come, se comete un crimen.
Y luego, para aliviarnos la culpa, hicimos un repaso del mundo animal y de la Naturaleza entera, donde todas las especies comen a otras. Y concluimos que la del criminal es una condición inherente a la vida misma. Que sin muerte, no puede haber vida. Y viceversa.
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