Llega ese servicio de cocina, el que cierra el «año de perro» de todo cocinero de postín tras tropecientas mil comandas ventiladas, varias chaquetillas a la basura, seis delantales consumidos por la mugre de la chapa pulida a muñeca y piedra pómez, un par de zuecos descalabrados, un reloj de cuarzo achicharrado de tanto abrir y cerrar el horno, dos yemas de dedo rebanadas, una uña a tomar viento troceando carcasas de pato o el recuerdo de dos novias bien majas, Leyre y Mónica, cansadas del tontolaba que es capaz de hacer los pedidos metido en la cama, obsesionado con sacar la partida de carnes con nota bien alta en vez de tocar nalga.
Por eso, cuando llega el día que hace su última mise en place del año, es feliz. Llega al alba a la cocina y se descojona del mundo sabiendo que mañana, a esa misma hora, andará por ahí de parranda o en pleno vuelo transoceánico rumbo a casa. Lleva en Europa todo un año y echa en falta su cama y esa sopa que la vieja sirve los domingos con su carne de puerco, cilantro fresco y totopos.
Mientras bebe su cancarro de café, negro como el tizón, piensa en todo lo que se avecina, en los ratos de lectura pendiente, en dormir tres días seguidos y pasar de una santa vez por la hacienda de tía Vicky, comer con Nacho y Lorena, ir al fútbol, echar la partida en la bolera de Insurgentes o hundirse entre los cojines de su sofá sin muelles, anestesiado en una eterna, dulce y reparadora siesta.
Se anuda el delantal al cinto, abotona su chaquetilla y arranca su última danza. Se pone en marcha. Enciende hornos, alumbra planchas, llena de agua sus bañosmaría, saluda al equipo con aire de gato que se sabe libre en pocas horas y entre descojono y palmaditas en la espalda, acicala toda su cacharrería y quita de en medio todo aquello que perderá de vista durante casi cuatro semanas, y hoy no necesita. Limpia y ordena el congelador, mueve baldas y descubre esas tres bolsas de jugo de pichón de litro que desaparecieron de su vista en Febrero. Tira a la basura todas las bolsas de vacío decoloradas a las que se le borraron contenido y fecha escrita con rotulador negro y rasca escarcha, haciendo hueco para almacenar el caldo de liebre que necesitará tener listo a su regreso. Friega a fondo campanas, patas, filtros, sumideros y sube a cimas insondables llenas de mierda, pasa manguera, cepillo y goma a ventanas y traseras de armarios. Baja al almacén para hacer hueco y mueve sacos de harina, limpia el hueco de las patatas y retira de su vista, para siempre, todas las botellas de salsa de soja caducadas antes de que a alguno se le ocurra ponerlas de cena a la familia.
Limpia calientaplatos, rejillas de polvo, enjabona a fondo la sartén basculante y ayuda a Sam a levantar todos los paneles del tren de lavado para rescatar cucharillas, mondadientes y filtros de cigarro desintegrados.
Es hora también de hacer inventarios absurdos por culpa de contables tarados: cuenta batidoras, palillos, copas, vasos, platos, cazuelas, floreros, tapas, bombillas, azucarillos, latas de pimiento del pico, ristras de ajo, aros, botellas de aceite, frascos de curry, hebras de azafrán, maizena, cremoline y pastillas de caldo. Lo anota todo.
Apunta teléfonos, correos electrónicos y cuentas de Facebook de todos los que echaron el año haciendo pasantías y no regresarán más. Se reconcilia con el enemigo y salda sus cuentas pendientes con el personal de sala. Echa los últimos trastos a Liliana, la venezolana de pescados y a Luisa, la linda mejicana que trinca la tequila como agua y que bailó medio en bolas este verano en la barra del Insausti. Su culo es un poema metafísico, operación de álgebra perfecta, una ecuación que despeja la «X» y la aísla al otro lado.
Filma su encimera y cubre con plástico el fogón ya frío, cierra cámaras y deja abiertos los arcones congeladores limpios y apagados del sótano para que no apesten a su vuelta. Arrastra sus pies hasta la oficina para cobrar la propina del mes y la extra de navidad, que se funde, ya, sobre la palma de su mano.
Sale a la calle bien abrigado y mucho antes de cruzar el umbral de la primera tasca, camino a casa, sabe que disfruta de unas merecidas vacaciones. Y que sin comerlo ni beberlo, se le escaparán como el hielo de ese cubata que está a punto de pedir al camarero. Y volverá a sufrir como un cerdo.
Pero le da igual, pues se sabe cocinero, el mejor oficio del mundo entero.
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