Es como el día de la marmota, pero con periodicidad anual. Todos los años con la misma mandanga. Hablo, se lo habrán imaginado, de la empalagosa resaca que siempre deja cada nueva edición de la guía Michelín España y Portugal. Nunca una guía tan aséptica, aburrida y arbitraria, al menos en su edición española, voló tan alto. Eso hay que reconocérselo, lo que se ahorran en comentarios jugosos, lo rentabilizan en una incomprensible repercusión mundial. Por eso hace tiempo decidí obviar el tema, dejar de poner el grito en el cielo acerca de su consabida cicatería, chovinismo, mercantilismo y resto de lindezas que salen a flote para engorde de una difusión descomunal. Yo si fuera ellos, también estaría frotándome las manos. ¿No se busca carnaza? Pues toma carnaza y media servida en fina porcelana de Limoges.
Cada uno busca la clave del éxito como puede y si das con la ecuación para rato la vas a desentrañar. Hasta este momento, lo que les cuento, a mí, plin. Como máximo, una se ha alegrado cuando el trabajo serio, concienzudo y persistente de una serie de chefs y sus equipos han tenido su recompensa en forma triestrellada, casos, por cercanía especialmente conocidos, como el de Martín, Pedro y mucho antes Juan Mari, no por el valor de quien la emite sino porque, nos guste o no, eso incide de forma positiva en sus negocios.
Pero hete aquí, que aparte de pasarse por el ala a algunos otros restaurantes que merecerían la misma distinción o a los muchos que se les ningunea sin remilgo –la lista es larga y no entraría en este post-, nos sale el Vicente repelente de turno, que por lo visto debe de llevar innato todo inspector que se precie, para anunciar que al Zuberoa de Oiartzun, se le quita una estrella «porque está en un estancamiento peligroso». Y casi me caigo de la silla, de la risa o de la pena, no supe muy bien por cual de ellas decantarme, sobre todo tras escuchar al portavoz de Michelín España, un tal José Benito Lamas, muy solemne él, relatar que cuentan con 12 inspectores en la zona que trabajan doscientos cincuenta y tantos días al año. Y a una, que algo conoce del funcionamiento interno de las guías, las cuentas no le acaban de cuadrar ni de lejos. Pero puede que eso sea porque no tengo ni pajolera idea de números y siempre me he dejado embaucar por las letras, hasta en las sopas.
Sea como fuere, lo que no se justifica, lo cojas por donde lo cojas, es lo de Hilario Arbelaitz. Casi todos hemos incurrido en lo que se han convertido en tópicos a la hora de definir lo que trajina entre fogones: impecable cocina de caserío modernizada, productos excelsos, salsas sublimes, aterciopeladas, bla, bla, bla, lo que se ha venido a llamar artesanía gastronómica al más alto nivel. Y si se ha dado esa unanimidad es porque nunca un tópico tuvo tan poco de trivial. Se podría resumir con más contundencia: Hilario es un guisandero de mil pares de narices, y su casa el colmo de la exquisitez y el refinamiento. A todos los niveles. Ayer, hoy y mañana. Si a bordarla se le llama ahora estancamiento, quizás sea el momento de cambiar de traductor. O mejor aún, que nos dejen vivir ese peligro tan peligroso, en la guarida centenaria que tienen montada los Arbelaitz por esos lares, sin darnos la tabarra. Yo me armé de valor hace unos meses, y me recreé en una eterna noche de verano, de las que dan miedo. Del gusto que te entra, sobre todo.
El glotonio David, que por lo visto es otro aguerrido, se ha acercado al lugar de autos, con la única estrella que vale, una de pan, con bien de miga, por si algo se te atraganta. Transcribo literalmente lo que me ha contado por correo: «Te paso el vídeo que hice con el pan estrellado, que por cierto, les hizo mucha gracia e ilusión a los Arbelaitz, nos dieron besos muy gordos y comimos increíble, ajoarriero atómico, verduras con hongos del copón, becada asada para llorar y tarta de queso sideral (ya se me había olvidado el sabor de esa tarta de queso que está para comerse 12 y morir reventado). Comimos a la carta, que en los tiempos que corren me parece una excepcionalidad y un lujazo. No sabes el gustazo que da coger la carta del Zuberoa y elegir como si fueras la Naomi Campbell con la regla, en plan caprichoso, y concluir la comida en 60 minutos con un triángulo de tarta del copón,,, qué paz, qué sensación más genuina y gozosa, chica. Eso sí, estuvimos de charleta hasta las 18.30 h., como en las comidas de los libros de Emily Bronte, jeje.» Lo dicho, no saben nada todos estos.
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