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Acertijo de domingo (24)

  • De acertar quién es el autor
Actualizado 09-11-2008 17:14 CET

El autor de la semana pasada era, efectivamente, Paul Auster. El texto está sacado de su última novela, 'Un hombre en la oscuridad'. El acertijo de hoy, en cambio, está elegido de una novela muy conocida de un escritor más conocido aún que el mismísimo Auster. Si no acertáis de quién hablamos, es como para poneros de cara a la pared, castigados durante un cuarto de hora, al menos. En estas líneas transparentes, se habla, aparentemente, de cuestiones domésticas y rutinarias, pero estamos seguros de que podían referirse, perfectamente, al preámbulo de la tormenta.

Teresa, a la una y media de la mañana, se metió en el cuarto de baño, se puso el pijama y se acostó junto a Tomás. Dormía. Se inclinó sobre la cara de él y al besarlo notó en su pelo un perfume extraño. Volvió a olerlo otra vez y otra más. Lo olfateó como un perro y entonces comprendió: era el olor de un sexo de mujer.

A las seis sonó el despertador. Era la hora de Karenin. Se despertaba mucho antes que ellos, pero no se atrevía a molestarlos. Esperaba impaciente al camapanilleo que le daba derecho a saltar encima de la cama, pisarlos y empujarlos con la cabeza. Hace mucho tiempo trataron de impedírselo, echándolo de la cama, pero él fue más testarudo que ellos y al final conquistó sus derechos. Además ella había llegado últimamente a la conclusión de que era agradable que Karenin la invitara a pasar el día. Para él el momento de despertarse era pura felicidad: se extrañaba ingenua y tontamente de estar otra vez en el mundo de los vivos y se alegraba sinceramente de ello. Ella, en cambio, se despertaba con una sensación de desagrado, deseando que la noche continuase para no abrir los ojos.

Ahora estaba en el vestíbulo mirando hacia el perchero del que colgaba la correa con el collar. Ella se lo abrochó al cuello y se fueron juntos a la tienda. Compró leche, pan, mantequilla y, como siempre, un panecillo para él. Al volver, el perro iba a su lado con el panecillo en la boca. Miraba con orgullo y seguramente le sentaba muy bien que la gente se fijase en él e hiciese comentarios.

Al llegar a casa se acostaba con el panecillo a la entrada de la habitación, esperando que Tomás lo viese, se agachase, empezase a gruñir y a fingir que quería robarle el pan. Aquello se repetía todos los días: se perseguían por toda la casa por lo menos durante cinco minutos, hasta que Karenin se metía debajo de la mesa y engullía rápidamente el panecillo.

Pero esta vez sus exigencias de que la ceremonia matinal se llevase a cabo fueron vanas. Tomás tenía en la mesa un pequeño transistor y lo escuchaba.

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