Hace unos días se presentó en público el que parece ser es el proyecto definitivo del memorial (y museo en esta última versión) dedicado a las víctimas del atentado terrorista del 11 de septiembre en la llamada Zona 0 de Nueva York. Michael Arad, junto con el arquitecto paisajista Peter Walker, son los responsables de la estructura general del entorno además del monumento del memorial propiamente dicho; el museo ha sido diseñado por estudio noruego Snohetta.
El desarrollo de toda la zona ha sido objeto de infinidad de iniciativas desde la terrorífica fecha en que nos despertaron brutalmente de nuestro ingenuo sueño de libertad y seguridad. Reflexiones sobre la ciudad vertical han convivido con el deseo de venganza, el recuerdo a las víctimas o la toma de conciencia de la debilidad del sistema democrático en su conjunto.
Por si esto fuera poco, las guerras de Afganistán y, sobretodo, Irak complicaron aun más el escenario global. Para algunos, demasiados, los posibles errores de la reacción occidental han sido ya más que suficientes como para compensar la acción que desencadenó todo el proceso. Con lo cual, supongo que quieren decir que ni memorial para las víctimas ni nada; a no ser que hagamos otro similar para los muertos iraquíes. Extraño mecanismo de simetría argumentativa. Y como casi todos aquellos fundamentados en este infantil equilibrio, bastante tonto.
En fin, yendo a lo estrictamente arquitectónico. Las propuestas para recuperar el pequeño pero profundo espacio vacío dejado por el atentado en Nueva York, se engloban en dos grandes grupos: el primero, al que pertenece el memorial-museo ahora presentado, destinado a recordar el acontecimiento; y el segundo, dirigido a devolver la actividad y la densidad socioeconómica a la zona.
Realmente, ha sido mucho más interesante el debate generado alrededor del segundo grupo de propuestas. En él, se ha cuestionado el modelo y la manera de afrontar la ciudad en altura en el futuro inmediato. Daniel Libeskind ganó el ambicioso concurso inicial, con un proyecto concebido con la importante carga simbólica característica de este judío norteamericano de origen polaco. Innumerables cambios derivados, en su mayor parte, de problemas de viabilidad y rentabilidad económica, hacen prácticamente irreconocible aquella solución primitiva. Triste pero lógicamente estos criterios crecen irremisiblemente en importancia a medida que nos alejamos de la fatídica fecha conmemorada.
Incluso nuestro omnipresente y todopoderoso Calatrava ha visto simplificado su proyecto de intercambiador de transportes para la zona por motivos presupuestarios. La cubierta del edificio ya no se moverá y no se abrirá tal y como tenía pensado el valenciano. Desde mi punto de vista, la solución realizada por un grupo de jóvenes arquitectos europeos asociados bajo el nombre de United Architects, entre los que figuraba el madrileño Alejandro Zaera y su FOA, fue sin duda alguna, la mejor de las presentadas a aquel concurso. Aplazando metáforas, simbolismos y sentimentalismos comprensibles pero estériles, centraron la discusión en el problema urbano-arquitectónico de fondo: la evolución de la ciudad vertical. Un enorme y denso entramado de torres apoyadas unas sobre otras para mejorar su comportamiento estructural y multiplicar sus posibilidades de utilización y evacuación, conformaban el único paso adelante posible en un Manhattan que, ya hace tiempo, había agotado el modelo del rascacielos tradicional. Máxima densidad y versatilidad con la mínima cantidad de estructura.
El problema del monumento que recuerde a las víctimas está, evidentemente, mucho más cargado de emotividad. Resulta comprensible que la valoración de este tipo de proyectos se centre en su capacidad para provocar en el espectador un estado de ánimo determinado. Esta llamada exclusiva a lo emotivo tiene una consecuencia que dificulta mucho su análisis: es muy difícil emitir un juicio sin la experiencia física directa. El tren de la bruja dibujado no asusta a un niño; pero, ese mismo niño, una vez sentado en él, es posible que no sea capaz ni de abrir los ojos.
En cualquier caso, intentaré emitir mi titubeante opinión a priori. La propuesta Arad y Walker fue elegida entre los más de 5.200 diseños presentados a otro concurso convocado en el año 2003. Siguiendo una línea muy en boga últimamente, el proyecto pretende crear una isla verde de silencio y respeto, apartada de la vorágine de actividad diaria que la rodea, en la cual el visitante se encuentre con sus propios recuerdos. Para ello inunda la totalidad del ámbito con más de trescientos árboles, dejando libre solamente las huellas de las torres derribadas. Dos piscinas cuadradas de 10 metros de profundidad, rodeadas por cascadas de agua por sus cuatro lados, con los nombres de las 2.980 víctimas grabados en su perímetro, nos recuerdan el lugar preciso donde las torres gemelas tocaban la tierra.
Dejaré de lado la componente ecológico sostenible que, ¡asómbrense!, también se ha manejado para defender las virtudes de esta propuesta. En este caso me parece simplemente un chiste. Pero haré un par de consideraciones de otra índole: dada la pequeña escala del solar y la magnitud del entorno y la actividad frenética que lo rodea, me parece muy complicado obtener el idílico remanso de paz e introspección que parece buscarse en el diseño (además, no entiendo por qué, en los tiempos que corren, la única forma de rendir homenaje y respeto, tiene que ser con el silencio, bastante fariseo en la mayoría de los casos).
Siendo un poco rigurosos, las huellas de la planta de las torres, además de tremendamente obvias, aportan muy poco frente al monumento urbano tradicional, arco de triunfo o caballo de Espartero: un objeto, más o menos afortunado, plantado en medio de la ciudad, para ser contemplado por el que pasaba por allí. Los únicos matices diferenciales que aprecio en este caso, son que en lugar de un objeto, son dos; y que en lugar de mirar hacia arriba como es habitual, aquí hay que mirar hacia abajo (con todas las consideraciones subjetivas que se quieran atribuir a este hecho).
Mantener vivo el recuerdo de algo destacado no es tan sencillo como crear un pseudo-vacío (lleno de robles de 18 metros de altura) y colocar en el centro un par de fuentes con cascadas. El magnífico Monumento al Holocausto de Peter Eisenman en Berlín, parte de unas intenciones y contexto similares a las expuestas por los autores del memorial americano: isla para el recuerdo dentro de una ciudad desenfrenada. Y Eisenman demuestra que la obtención de este aparentemente sencillo objetivo, requiere manipulaciones del espacio urbano mucho más complejas. Ya no funciona un único objeto, o dos, ante el que el ciudadano se deba detener meditabundo. Nos obliga a todo un recorrido solitario ya que la anchura de los pasillos impide completamente caminar junto a otra persona; un paseo libre pero estrictamente delimitado, en el cual, sin querer, nos tenemos que enfrentar con nuestros propios pensamientos. Allí dentro de verdad se escucha el silencio y se siente una inquietud suavemente claustrofóbica que despierta nuestras conciencias adormecidas.
No me gusta hablar de mí mismo pero en este caso lo haré. Junto a un amplio grupo de amigos participé en aquel concurso para el memorial en el año 2003. Nunca tuvimos la menor ocasión de ganar nada, evidentemente, pero, dada la magnitud e importancia del acontecimiento, nos sentimos obligados a aportar nuestras ideas. Propusimos un memorial vivo y cambiante que fuera construido, destruido y reconstruido eternamente por los propios visitantes, colocando unas pequeñas piezas modulares en el lugar y posición que cada uno considerara oportuno. Nosotros nos limitábamos a concebir el sistema abierto que diera cabida a la memoria de cada individuo. Entendimos que era la única manera de construir la memoria viva de todos. Me gustó mucho hacer aquella propuesta.
*Diego Fullaondo es arquitecto y uno de los directores del estudio IN-fact arquitectura.
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