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Crece el rechazo a las vacas hormonadas

Por PABLO FRANCESCUTTI (SOITU.ES)
Actualizado 22-08-2008 17:47 CET

Desde 1993, el uso en ganadería de la hormona de crecimiento bovino (BST) se encuentra prohibido en la Unión Europea –en rigor, se trata de una moratoria-; Canadá hizo lo propio en 1999. En Estados Unidos se la utiliza ampliamente (se administra al 17 por ciento de las vacas lecheras); aunque en los últimos años el rechazo de los consumidores pegó un salto. En este marco desayunamos con la nueva de que Monsanto, la compañía dueña de la patente, ha resuelto abandonar el negocio.

La BST de marras es en realidad una versión sintética de la hormona natural, obtenida mediante ingeniería genética, con la que se duplica la producción láctea de una vaca. Tan suculento dato ha seducido a unos cuantos ganaderos, no así a los defensores de los derechos de los animales, convencidos de que la sustancia perjudica la salud bovina. Circulan acusaciones de que la leche producida mediante esa estimulación tendría efectos cancerígenos en los seres humanos, pero no han sido probadas.

Monsanto es la única productora de BST recombinante (rBST); de ahí lo sintomático de su desistimiento. Sus portavoces se negaron a asociar la decisión con la oposición de los consumidores, limitándose a señalar que la empresa se concentrará en su negocio principal: la venta de semillas transgénicas y no transgénicas.

Los consumidores ya habían conseguido que en las etiquetas de leche de vacas no hormonadas pudiese decir "libre de rBST". Leo en el 'New York Times' que 'Wal Mart', 'Kroger' y 'Publix' –cadenas de grandes superficies- han sacado marcas blancas de leche "no hormonada", y 'Dean Foods', la mayor embotelladora de leche, se ha sumado a la corriente. Una corriente imparable, como comprobó el pasado mes de enero el secretario de Agricultura de Pennsylvania, cuando quiso suprimir ese etiquetado y un aluvión de cartas y emails de protesta forzó a su gobernador a dar marcha atrás.

Haciendo abstracción de lo carnívoro o vegetariano que uno sea, la polémica posee un enorme interés sociológico. Los consumidores estadounidenses han puesto en jaque a uno de los mascarones de proa de la biotecnología. En su lucha han contado con un poderosísimo aliado: el estatuto cuasi sagrado de la leche en nuestra cultura. Fue el alimento más puro el elemento que inclinó la balanza en el debate nuclear. En 1958, los pediatras estadounidenses detectaron en los huesos de los adolescentes niveles anormales de estroncio-90 y cesio-137, dos isótopos radiactivos.

La pista les condujo a la leche pasteurizada, la bebida de los jóvenes. No se tardó en averiguar que se trataba de partículas generadas por las explosiones atómicas y depositadas por los vientos en los prados donde pastaban las vacas lecheras. Cundió el pánico y el presidente John Kennedy convocó a la prensa para mostrarse bebiendo vasos de leche con Jackie y los niños. De nada sirvió, la leche contaminada logró lo que no habían conseguido años de prédica pacifista: sumar a las madres al bando antinuclear. Al poco tiempo, Kennedy acordó con los soviéticos la prohibición de los test nucleares atmosféricos.

La industria biotecnológica no aprendió la lección de aquel episodio; ha preferido ignorar el factor cultural –para sus ejecutivos los alimentos son simples mercancías y nada más-, y el precio a pagar por su error no deja de crecer. El mes pasado comentamos la reticencia de los consumidores estadounidenses a "tragar" carne de animales clonados. Si a ello le añadimos el recelo inspirado por la leche de reses hormonadas tenemos indicios suficientes de que algo muy potente se cuece en la mayor potencia científica y técnica; un cuestionamiento que por ahora se procesa en las honduras de la conciencia colectiva; pero en cuanto emerja del todo provocará un terremoto en nuestras percepciones de ciertas tecnologías punteras.

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